Puente de fuego: Notas sobre el libro ‘Fuego profético negro’

Antes de traducir a autores como Cornel West o bell hooks, ignoraba, como la mayoría de la gente blanca, casi todo en lo referente al pensamiento afroamericano. Su literatura no entraba en mi radar, a pesar de considerarme un lector de escritores marginales, crítico de los grandes éxitos y las tendencias de masa. Por supuesto, me movía en la comodidad de una literatura irreverente, pero esta solía rayar la rebeldía sin causa ni ideales. Mis aspiraciones eran negativas, es decir, arremetía contra un sistema desde el resentimiento por pertenecer a una nueva generación perdida. La indignación se dirigía contra un difuso sentir, un malestar individualista, sin objeto. La literatura no era sino un narcótico para un eficaz aislamiento. Pero si mis autores predilectos pertenecían a una minoría, la temática afroamericana representaba una rareza; curiosa, sí, pero sin conexión alguna con la realidad española. Cuánto me equivocaba…

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“¿Acaso hemos olvidado lo sublime que es arder por la justicia?”, se pregunta West en la introducción de Fuego profético negro, el último libro publicado por la colección Biblioteca Afroamericana de Madrid (BAAM). La asociación entre justicia y fuego como sentimiento interior me trae a la memoria estas palabras de Heráclito: “A su llegada, el fuego juzgará y alcanzará todas las cosas”. Conjunción entre justicia y fuego, justicia ardiente, la única que trasciende el tiempo y perdura. Justicia inextinguible, pero susceptible de ser olvidada; recordarla, “resucitarla”, es el principal cometido de West, hooks y cualquiera de los activistas negros dispuestos a morir para guiar un pueblo desarraigado hacia la salvación personal y colectiva, justo lo que hicieron los profetas negros analizados en el libro: Frederick Douglass, W. E. B. Du Bois, Martin Luther King Jr., Ella Baker, Malcolm X e Ida B. Wells.

¿Pues qué es arder por la justicia? En el ensayo dialogado no solo se le reclama al sistema político del país administrar justicia, sino se pide justicia, y se aspira a hacer justicia, como se hace un poema o se hace una casa. La casa de la justicia. Se arde, esto es, se vive para hacer reinar lo justo, lo que es de cada cual. El pueblo afroamericano fue privado de su destino y de su tierra, privado de lo que le era justo. Una mano blanca inclinó la balanza en su contra, pero la antorcha de la justica es recogida por cada nueva generación para restaurar el equilibrio. En el tránsito se produce una transformación –pues el fuego es transformación–: la persona esclavizada, despojada de nombre e historia, es sublimada, elevada por encima del orden establecido, como una buena hoguera ilumina con fuerza la noche. Y West no solo pregunta a sus hermanos negros si han olvidado el valor de esa experiencia, sino se lo pregunta a todo aquel en las tenazas de una cultura sin guía, una economía desbocada y caníbal.

Si antes los afroamericanos se enorgullecían de empoderar a los más necesitados, hoy, denuncia West, han sido seducidos por el individualismo y el mito del hombre hecho a sí mismo. Por eso el autor se plantea en el libro “resucitar el fuego profético negro”, apoyándose en sus grandes referentes, quienes, según él, ofrecen al activismo contemporáneo no solo inspiración, sino también lúcidos análisis de los mecanismos de poder y herramientas para solucionar los problemas organizativos de cualquier movimiento.

El libro, por tanto, apela a todos aquellos que aspiran a construir un mundo mejor y encuentran en esos “soldados negros” una visión del mundo que del dolor no produce odio, sino esperanza e ingenio. Tal y como escribe West en Partiendo pan, la obra que precede a Fuego profético en la colección:

“Los estudios afroamericanos nunca se concibieron para un alumnado exclusivamente afroamericano, sino para tratar de redefinir lo que significa ser humano, lo que significa ser moderno, lo que significa ser estadounidense, porque en este país la gente de descendencia africana es profundamente humana, profundamente moderna, profundamente estadounidense. Y, por lo tanto, en la medida en que los alumnos aprecien nuestras riquezas, así como nuestras limitaciones, podrán comprender mejor en qué consiste la modernidad y la experiencia estadounidense”.

¿Comprender la modernidad por medio de un grupo esclavizado y denigrado? La paradoja es que el color los mantuvo unidos en la penuria, y, para no sucumbir, formaron lazos religiosos, culturales y artísticos que, siendo “profundamente modernos”, cuestionaban la modernidad, le ofrecían un sabor de fuego, vitalista y solidario. También en Partiendo pan, hooks se asombra de: “nuestra capacidad de tomar posesión del dolor para moldearlo, reciclarlo y transformarlo en una fuente de poder”. De ahí la importancia de la experiencia afroamericana: es modelo de lucha, de “proceso, en el que se pasa de circunstancias difíciles y dolorosas a una mayor conciencia, alegría y plenitud”.

El libro aborda de forma dialogada la historia de la resistencia afroamericana y rescata de la memoria colectiva una serie de individuos “proféticos” que, en esencia, supieron decir no. No a la explotación, no a la miseria, no a la opresión, no a la segregación, no a la discriminación. El poeta Ángel Crespo, en su poema a la palabra No, escribió: “Tiene la virtud de despertar: entre los dos vacíos que la modelan –el de la Nada y el de la eventualidad del poema– la palabra No posee un rostro casi afirmativo”. Quienes saben decir no son despiertos que aspiran a ser poema, esto es, a afirmarse negando.

Frederick Douglass, un exesclavo que, después de huir al Norte, tuvo una carrera fulgurante como escritor y político, supo decir no, supo hacerse poema. Si bien era “hijo de su tiempo” y al final de sus años su fuego se amansó, estuvo dispuesto a morir para recuperar, en palabras del Quijote, “uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”: la libertad. Dijo Douglass: “No os dejéis engañar por ese falso pan de la libertad que dan a los esclavos emancipados”. Aquí resuenan estas otras palabras de Zambrano:

“Pan de sol, este que ha de ser comido en compañía. Puesto que el pan de veras no es cosa de ir a tomarlo uno mismo y comérselo a solas. Se ha de recibir o se ha de dar. La ley del pan manda que se ofrezca y que se reciba, que se comparta; que se coma junto con los demás, que así se hacen prójimos de verdad”.

El “pan de veras” es el pan compartido, no el que se come a solas, en obnubiladas fantasías de éxito y atención mediática. El pan de veras es pan de sol, es decir, fuego materializado. Y si saco a colación a Zambrano es porque hispanos y africanos podemos aprender mucho los unos de los otros, ser “prójimos de verdad”. El pan de sol es un puente de fuego.

Otro gran desconocido en España es el activista e intelectual W. E. B. Du Bois, a quien el libro dedica el segundo capítulo. De acuerdo con West, ofrece uno de los análisis más lúcidos acerca de los fundamentos del Imperio norteamericano, pero trazando la evolución del “don” afroamericano, el regalo del pueblo africano a la democracia estadounidense. A fin de cuentas, la cultura occidental se ha afromericanizado, y el puente de fuego, por mucho que se intente extinguir mediante la violencia y el terror, se propaga de forma subterránea, desde los puntos más insospechados.

“Haz algo por los demás”, le reveló una voz a Luther King, ese “icono domesticado” por la cultura dominante, las fuerzas de mercado, el narcisismo generalizado. Pues “no es posible mantener la tradición profética negra sin los valores contrarios al mercado”, reflexiona West. Quien se ofrece al otro y le brinda ayuda sin pedir nada a cambio es enemigo del sistema. Mutatis mutandis, quien no hace nada por los demás, socava la tradición profética, la tradición que entiende la vida no como un vehículo del capital, sino del conocimiento.

En Fuego profético, por supuesto, los autores no se olvidan de dos de las mujeres más insignes del movimiento: Ella Baker e Ida B. Wells. La primera propone una sencilla pero clarividente definición del activista: la persona que “ayuda a los oprimidos a ayudarse a sí mismos”; se trata, por tanto, de un existencialismo democrático que le da la vuelta a la vieja lógica del gran dirigente como pastor del pueblo; al revés: “el movimiento creó a L. King”. Y define dos tiempos yuxtapuestos: el de mercado y el democrático. El primero se refleja en el hipercapitalismo, los “ciclos de dominación, muerte y dogmatismo”; el segundo requiere paciencia, genera una conciencia revolucionaria que desafía el “poder oligárquico, su sistema económico basado en el beneficio y en los métodos de distracción cultural que anestesian a las masas”. Una “piedad democrática” en virtud de la cual se goza sirviendo a los demás. Y aquí de nuevo resuena la voz de María Zambrano: “Piedad es sentimiento de la heterogeneidad del ser […] anhelo por tanto de encontrar los tratos y modos de entenderse con cada una de esas maneras múltiples de realidad”. La pobreza religiosa es en cambio “eclipse de la Piedad”, es decir: tiempo de mercado.

Ida B. Wells, por otro lado, representa el paradigma del “activismo multicontextual”; dedica la vida a denunciar el “terrorismo norteamericano” y encabeza, por tanto, un movimiento antiterrorista. Su valor y espíritu inquebrantable la condenaron a la marginación, por cuanto “uno de los caminos más solitarios es el de la persona desnegratizada entre gente negratizada”. Una persona negratizada es quien interioriza el racismo y deja de luchar por su dignidad. En el contexto afroamericano, desnegratizar es devolver la autoestima y la pasión por la vida (como en España hicieron Unamuno, Zambrano, Lorca…). ¿Y quién se dedicó con más ahínco a “sacar al nigger” de la persona negratizada? Malcolm X, desde luego, quizás el profeta negro más flamígero de todos. “Música en movimiento”, lo describe West, profeta de la rabia negra, alzó su voz como un dragón arroja llamas: “No existe un problema negro. Queremos lo que vosotros queréis”.

El libro concluye con una crítica al expresidente Obama, quien, por su condición de símbolo, entorpeció la crítica al sistema imperialista y explotador. “¿Acaso no es hipócrita alzar la voz cuando el faraón es blanco, pero no proferir ni una palabra crítica cuando es negro?»” se pregunta West. Justicia universal, por tanto, pero sin minimizar el problema racial en Estados Unidos. “La tradición profética negra ha sido la levadura en la hogaza democrática norteamericana”, cierto, pero su ejemplo apela al mundo entero; revela el poder creador de la libertad.

 

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EL COLOR DEL MUSEO

¿Principio del fin del relato blancocéntrico?

Mireia Sentís*, Le Monde Diplomatique en español, marzo 2019

Barack Obama inauguró en el otoño de 2016 el Museo Nacional de Historia
y Cultura Afroestadounidense (NMAAHC, siglas en inglés), un museo que
cubre una deuda histórica y que forma parte de la Smithsonian Institution.
Ahora bien, ¿habría que considerar el NMAAHC como un triunfo del multiculturalismo
o como una culminación de la doctrina “separados, pero
iguales”? En principio, todo lo que alberga debería haber sido absorbido
por diferentes entidades del propio Smithsonian dedicadas al arte, la historia
o la ciencia. Como no ha sido así, subsiste una tensión entre
las comunidades minoritarias y la cultura dominante. Mientras una parte
de Estados Unidos reconoce, aunque sea tardíamente, la relevancia de su
historia negra, otra recudrece su rechazo hacia todo lo que no sea blanco.

“La historia estadounidense es más larga,
más ancha, más variada, más bella
y más terrible de lo que nunca haya
dicho nadie sobre ella”.

 

ASÍ REZA UNA DE las muchas citas que pueden leerse en las paredes del National Museum of African American History and Culture (NMAAHC). Lástima que su autor, el brillante James Baldwin (1924-1987), no haya podido comprobar que en las salas de este edificio, la historia es contada esta vez por el propio colectivo que en su época no había obtenido aún el reconocimiento necesario para narrarla en sus propios términos.
La historia de la esclavitud no es solo la recogida de algodón, sino la construcción de puentes, canales, ferrocarriles, universidades.
Ninguna guerra –sean las llamadas Indian Wars, la de Independencia, la de Secesión, las mundiales, la de Vietnam o la de Corea–, ninguna conquista –del Oeste, del Espacio– se han llevado a cabo sin el concurso de esa parte de la población. Los museos, en definitiva, son instituciones que guardan la memoria de la humanidad. Albergan
el alma de las sociedades, su conciencia cultural, y ponen en perspectiva el paso del tiempo. Tienen que ser agentes de cambio, instrumentos de progreso y, por eso mismo, deben llamar la atención sobre los hechos decisivos. En septiembre de 2016, durante la ceremonia de apertura del NMAAHC, George W. Bush, que
trece años antes había firmado el acta que daba luz verde a su creación, declaró: “Este museo demuestra
el compromiso de nuestro país con la verdad. Una gran nación no esconde su historia. Encara sus fallos y los corrige”. Cuando Barack Obama, entonces presidente en funciones, subió al estrado, se hizo eco de las palabras de Bush –manifestando que la existencia del museo no era prueba de que América fuese perfecta, pero ratificaba
las ideas de los fundadores de un país nacido de la revolución– y añadió que la historia no está completa, sino que el museo serviría de lugar de reflexión en el camino hacia la libertad. La última parte del mensaje es especialmente reveladora, tanto en 2016, cuando ya estaba en marcha el grupo de protesta civil más importante de nuestros días –Black Lives Matter (Las vidas negras importan)(1)–, como ahora, a la luz del actual presidente. El camino ha sido largo y seguirá siéndolo.
Mientras una parte de Estados Unidos reconoce, aunque sea tardíamente, la relevancia de su historia negra, otra recrudece su rechazo hacia todo lo que no sea blanco. W. E. B. Du Bois se preguntaba en 1897: “¿Qué soy realmente? ¿Soy americano o soy negro? ¿Puedo ser ambas cosas?”. Del otro lado de “la línea del color”, esta pregunta no interesaba; la cultura negra, sus símbolos colectivos de identidad y memoria, había quedado prácticamente excluida de cualquier consideración oficial. Fueron sus propios representantes los encargados de
fundar escuelas, bibliotecas, universidades y medios de prensa con recursos propios o recaudados entre particulares blancos. Hoy día, los testimonios de la historia y la cultura afroamericanas ocupan uno de los edificios situados en el National Mall, la imponente avenida que se extiende entre el Lincoln Memorial y el Capitolio, y alberga once de los diecinueve museos que integran la Smithsonian Institution.
Para entender el camino recorrido hasta lograr que la historia afroamericana se halle ampliamente representada a escala nacional, hay que remontarse a la época de la esclavitud, cuando se registraron los primeros esfuerzos por conservar objetos de todo tipo: libros, muebles, dibujos, bordados... Cuando la esclavitud fue abolida en el Norte,
los esclavos liberados prosiguieron con más energía esa labor, y algunos reunieron bibliotecas de cierta envergadura. Frederick Douglass (1818-1895) poseía la más importante. La de William Wells Brown —contemporáneo de Douglass e iniciador de la historia afroamericana— era también renombrada, pero fue pasto de las llamas tras su fallecimiento. La del puertorriqueño Arturo Alfonso Schomburg (1874-1938) dio origen a la biblioteca pública de Harlem que lleva su nombre, el centro de investigación más importante de la cultura negroestadounidense. Simultáneamente fueron inaugurándose en el Norte algunas universidades negras –la primera se remonta a 1837, gracias a un filántropo cuáquero de Pensilvania– que de inmediato crearon bibliotecas y coleccionaron objetos.
La derogación de la esclavitud no tuvo como consecuencia el derecho al voto ni la igualdad prometidos. Mientras el Sur erigía monumentos a militares confederados, el Norte no promovió ningún reconocimiento a los afroamericanos que participaron en la Guerra de Secesión. Hasta 1923, la comunidad negra no presentó un primer proyecto para la construcción de un edificio que recogiera sus aportaciones a las artes plásticas y escénicas,
las letras, la música, la industria, la ciencia y la educación. En 1929 se logró que el Congreso aprobara
una comisión. El acta fue firmada por el presidente Coolidge el último día de su mandato. Su sucesor, Hoover, designó para el comité a gente de relevancia como Mary McLeod Bethune –activista que sería más tarde
consejera de Franklin D. Roosevelt–, Mary Church Terrell –una de las fundadoras en 1909 de la NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, siglas en inglés)– o el arquitecto Paul Revere Williams. Pero el escaso entusiasmo del Congreso y, sobre todo, el Crac del 29 paralizaron el proyecto, al que se perdió la pista hasta 1968, cuando un grupo del que formaban parte el jugador de béisbol Jackie Robinson y el
escritor James Baldwin –quien en su discurso de apoyo declaró que la iniciativa era igualmente necesaria
para los blancos: “Mi historia es también la vuestra”– promovieron un proyecto de ley que fue
rechazado por el Congreso. La idea no resurgió hasta mediados de la década de 1980, gracias sobre todo a John Lewis, congresista demócrata y héroe de la lucha por los derechos civiles. El propio Smithsonian admitió la inexistencia de “una sola institución dedicada a los afroamericanos que coleccione, analice, investigue y organice exposiciones a nivel de los mejores museos dedicados a otros aspectos de la vida americana”.
Tras casi dos décadas de negociaciones, bloqueos y nuevas conversaciones, el entonces
presidente George W. Bush, firmó la ley que autorizaba el establecimiento oficial de un museo nacional
de la cultura afroamericana. En 2005 fue designado como director el historiador Lonnie Bunch. Su colega John Hope Franklin, autor de From Slavery to Freedom, libro que no ha dejado de actualizarse desde su aparición en 1947, también se comprometió a fondo en el proyecto, hasta su muerte en 2009, año en que fue elegido el
estudio de arquitectura del tanzano-ghanés-británico David Adjaye como responsable de su construcción.
En otoño de 2016, en compañía de Bunch, Lewis, Bush y un grupo de ilustres donantes, Obama inauguró el museo. Al cabo de un siglo de vicisitudes, se había hecho realidad en un terreno de cinco hectáreas muy próximo al National Museum of American History. A diferencia de otras sedes del conglomerado
Smithsonian, solo la mitad –270 millones de dólares– de su coste total ha sido sufragada con fondos
federales, debido a la oposición de políticos como Jesse Helms, que pronosticaban, además de la insostenibilidad del museo a causa del escaso público que atraería, una avalancha de demandas de otras comunidades reclamando un museo similar consagrado a su historia. Fue necesario recaudar una importante cantidad de dinero privado a base de grandes donaciones –la mayor contribución fue los 21 millones de dólares aportados
por la presentadora y productora de televisión Oprah Winfrey– y de modestos donativos de diez
dólares aportados por multitud de ciudadanos (2).
Una prueba añadida de la singularidad del NMAAHC es el hecho de no haber sido creado sobre la base de una colección, sino a través de una vasta recogida de objetos y documentos emprendida
en 2008 por un equipo de comisarios y conservadores, y seleccionados luego por grupos de
expertos. Componen sus fondos 40.000 piezas, de las que se hallan expuestas alrededor del 10%. Su aspecto externo también contrasta con el de otros edificios Smithsonian, generalmente neoclásicos y de tonos grises. Recubierto con una rejilla de aluminio color bronce, cambia en función de la luz: oscuro, los días cubiertos; luminoso, los soleados. El entramado de la rejilla recuerda los balcones de las viviendas sureñas, donde los afroamericanos esclavizados desarrollaron su arte como herreros y ebanistas. La celosía de la fachada proporciona una iluminación interior matizada y envolvente, a través de la cual pueden distinguirse el obelisco en honor de George Washington, los monumentos a Lincoln y Jefferson, el edificio del Congreso, los Archivos Nacionales, la Casa Blanca. “Ningún corte es puramente estilístico. Todos obedecen a una voluntad de hacer presente la Historia que hay no solo dentro del museo, sino en su entorno”, explicaba Adjaye. La estructura
se inspira en las esculturas de madera del artista yoruba Olowe de Isa (1873-1938), una de las cuales
representa una figura con una corona de tres módulos a modo de pirámides superpuestas e invertidas,
como la silueta del museo. Sin embargo, aunque aparenta albergar tres, el edificio tiene en realidad siete pisos, dos de ellos subterráneos.
Mientras que el National Museum of the American Indian muestra la cultura nativa sin analizar el genocidio del que fue víctima, el NMAAHC relata sin tapujos la violencia que se halla en la base misma de la formación de Afroamérica y continúa amenazándola. Una narrativa compleja y difícil, que solo es posible enfocar reflejando otros aspectos de su experiencia: las luchas de resistencia, los vínculos comunitarios, el valor, la creatividad, el compromiso con su propio país, e incluso el optimismo con el que hicieron y hacen frente a su historia. Los objetos expuestos han sido seleccionados con esa finalidad. La visita se inicia por la planta más baja del subsuelo, con la crónica de la esclavitud en África y Europa durante el siglo XVI; las cifras respectivas de cada país en el negocio de la trata de personas esclavizadas no son fáciles de digerir. Vemos objetos, documentos e instalaciones correspondientes al periodo. Si los grilletes, instrumentos de tortura o terminología mercantil dejan sin aliento, la estatua del presidente Jefferson contra un muro en cuyos ladrillos están inscritos los nombres
de sus esclavos es una llamada de atención no menos poderosa. En una pequeña sala oscura dedicada
a la época de segregación, se muestra una de las piezas fundamentales del museo: el ataúd abierto de Emmett Till (3) El silencio en que los visitantes habían discurrido hasta aquí, se rompe con el sonido de algún llanto. En contrapartida, el acceso a los años de los derechos civiles se encara con alivio: principio del fin de una opresión tenaz, eclosión del orgullo negro, del “Black is Beautiful”, de los Black Panthers. Se hace evidente la mezcla
de cultura y política. A medida que ascendemos, la experiencia se acelera: presentaciones interactivas, objetos familiares a nuestra memoria fotográfica –un vagón “solo para negros”, el avión de los primeros pilotos afroamericanos de Tuskegee, el Cadillac rojo de Chuck Berry– o directamente contemplados: la trompeta de Miles Davis, la nave espacial con la que Sun Ra aterrizaba en sus conciertos, un vestido de Michelle Obama. El efecto
reparador es deliberado, pues la música –que cuenta con una extensa sección– resuena en todas las salas dedicadas a la historia reciente. Deportes, arte, política, cine, televisión; a medida que se incrementa la velocidad, la historia se vuelve más confusa, como los hechos que acontecen fuera del museo.
“Perderse es el camino”, dice un proverbio africano.
Uno de los aciertos del recorrido, imposible de asimilar en una sola visita, es dejar claro que la historia sigue abierta y que, si bien se han registrado avances –la presidencia de Obama sería el punto
álgido–, persisten problemas tan graves como la encarcelación masiva, evocada aquí mediante
una antigua torre de vigilancia de la prisión Angola, Luisiana, o las luchas del colectivo Black Lives Matter, surgido a raíz de un incidente similar al de Emmett Till: el asesinato de Trayvon Martin, un joven de 17 años que no iba armado, a manos de un vigilante que fue absuelto por los jueces.
Salimos pensando que tal vez la hipótesis atribuida a Darwin según la cual la repetición de la Historia es uno de los errores de la Historia, sería más exacta formulada de este modo: “La repetición de la Historia es uno de los errores del ser humano”. Para personas occidentales blancas no estadounidenses, la visita al museo funciona como un despertador. Si la sociedad del bienestar ha sido erigida sobre el comercio del algodón, el café, el tabaco, el azúcar y la mano de obra barata y a menudo sometida, ¿no debería tener cada país –España, Portugal, Inglaterra, Francia, los Países Bajos…– su propio museo nacional sobre la incidencia de las culturas africanas en la suya? O mejor: ¿no tendrían que estar incorporadas por derecho propio a nuestros programas de estudios y museos? Nunca fueron del todo blancas nuestras sociedades, y van camino de serlo aún
menos. Sin embargo, dentro de todas ellas, las relaciones raciales han sido siempre dificultosas. Y no mejorarán, como apunta Robin Diangelo en su libro White Fragility, mientras los blancos no reconozcamos nuestro supremacismo, es decir, que hemos establecido como norma universal la nuestra, y mientras no comprendamos que solucionar la pobreza no significaría solucionar el racismo.
¿Habría que considerar el NMAAHC como un triunfo del multiculturalismo o como una culminación
de la doctrina “separados, pero iguales”? En principio, todo lo que alberga debería haber sido absorbido por diferentes entidades del propio Smithsonian dedicadas al arte, la historia o la ciencia. Como no ha sido así, subsiste una tensión entre las comunidades minoritarias y la cultura dominante. En 1908, Israel Zangwill, inmigrante rusojudío, estrenó con enorme éxito en Broadway The Melting Pot, una obra de teatro que determinó
la narrativa socio-político-cultural blancoamericana del siglo XX: la asimilación. Los diferentes inmigrantes europeos se fundirían en una sola cultura que daría como resultado una nueva identidad estadounidense. En 1986, George C. Wolfe estrenó en Manhattan The Colored Museum, una
sátira ambientada en un museo y cuyo tema es el de la identidad afroamericana. Entre ambas obras, separadas por un intervalo de ochenta años, la sensibilidad del país había dado un giro de 180 grados. En la década de 1980 quedó patente que no existía ni existiría una sola forma de ser estadounidense, sino que era posible serlo por diferentes vías: latina, asiática, nativa, afro. En la avanzadilla del multiculturalismo, el grupo formado por el afroamericano Ishmael Reed, el chicano Rudolf Anaya, el puertorriqueño Víctor Hernández Cruz y el asiático Shawn Wong, afirmaba: “Multiculturalismo no es la descripción de una categoría,
sino la definición de todo americano”. El multiculturalismo desencadenó las llamadas “Culture Wars” o luchas por definir la identidad estadounidense. Y cada grupo quería ser reconocido por sus diferencias, fuesen nativos, hispanos o feministas negras, rebautizadas womanists, según el término acuñado por Alice Walker. En 1985, la
Universidad de California informó de que, por primera vez, menos de la mitad de los estudiantes
matriculados ese año eran blancos.
Las diversas etnias, con sus particulares estéticas y propuestas, comenzaron a exigir representación
en los museos. En 1972, los miembros del colectivo chicano ASCO tuvieron noticia de que el director del LACMA (Los Angeles Museum of Modern Art) había declarado que las actividades artísticas desarrolladas por el grupo no eran arte y que nunca serían aceptadas en un museo de primera línea. Al día siguiente, cada uno de sus integrantes rotuló su firma en los muros del LACMA, demostrando así que ya habían entrado en el circuito. Cuarenta años después, el museo organizó una gran retrospectiva de ASCO.
Demos un salto atrás. En 1968, el MoMA (Museum of Modern Art) inauguró una exposición dedicada a la memoria de Martin Luther King. Ningún artista afroamericano fue invitado. La protesta del colectivo negro dio como resultado la inclusión, en una sala aparte, de algunos de sus representantes. Días después, el Whitney Museum of American Art presentó una amplia exposición de pintura y escultura centrada en la década de 1930. Los artistas
negros brillaban nuevamente por su ausencia. A raíz de ello, la revista Artforum reunió a varios creadores para comentar la situación. El resultado fue la organización de una exposición –en el Studio Museum in Harlem, que actualmente está siendo rehabilitado por David Adjaye– titulada Invisible Americans: Black Artists of the 1930’s. Simultáneamente, un grupo de treinta artistas encabezado por Faith Ringgold inició una serie de acciones –piquetes en la entrada de los museos– que a lo largo de dos años visibilizaron las políticas de exclusión de tres grandes instituciones artísticas: el Metropolitan, el Whitney y el MoMA. Este último inauguró en 1969 Harlem on my Mind: The Cultural Capital of Black America 1900-1968. Fotógrafos, cineastas, músicos, pero ningún pintor. Las protestas llevaron a una solución paradójica: la incorporación de pintores/as en paneles de discusión. Podían opinar, pero no exhibir. La poeta Audre Lorde escribió en Sister Outside (1984): “Carecemos de pautas para relacionarnos como iguales por encima de nuestras diferencias. Estas diferencias han sido mal formuladas, mal utilizadas y puestas al servicio de la separación y la confusión”. Las políticas culturales constituyen un terreno de resistencia tan importante como el voto.
En 1990, se celebró en Nueva York una gran exposición titulada The Decade Show: Frameworks
of Identity in the 1980’s, coproducida por tres instituciones: New Museum, Museum of Contemporary
Hispanic Art y Studio Museum in Harlem. Incluía doscientos trabajos de noventa artistas pertenecientes a distintas disciplinas y tradiciones culturales. En ella quedaba de manifiesto que la visión de la identidad era distinta para cada grupo, e incluso para cada individuo. Era el momento de aceptar el multiculturalismo o ser considerado “políticamente incorrecto”. Este concepto fue retomado por quienes lo rechazaban –los eurocéntricos
recalcitrantes– y reutilizado para acusar a sus defensores de propagandistas e intolerantes. Las guerras culturales se renuevan sin tregua; aunque se acepte que la noción de raza carece de fundamento biológico, permanece como un hecho inamovible de la vida estadounidense, al igual que la blanquitud sigue constituyendo una norma tan omnipresente que raramente se menciona.
Las minorías siempre han encontrado fisuras por donde infiltrarse. Mucho antes de la existencia del museo de Washington, diversos grupos y entidades se preocuparon de recopilar y preservar el legado afroamericano. El primer espacio museístico fue abierto en la Universidad de Hampton, Virginia, en 1868. Un siglo después se contaban alrededor de treinta, casi todos localizados en los HBCU (Historically Black Colleges and Universities). En 1991, existían centenar y medio de centros repartidos por 37 Estados. Su número no ha dejado de crecer. Organizan exposiciones temporales, talleres, conferencias, conciertos. Muchos de ellos se concentran en episodios históricos concretos. El WGPR-TV (Detroit, 1975) está dedicado a la primera estación de televisión dirigida por afroamericanos. El African American Museum (Filadelfia, 1976) repasa el movimiento abolicionista. El Apex Museum (Atlanta, 1978) interpreta la historia norteamericana desde la perspectiva negra. El Philip
Randolph Pullman Porter Museum (Chicago, 1985) se estructura alrededor de la figura de Philip Randolph, organizador del primer sindicato negro, que aglutinaba a los trabajadores ferroviarios de la compañía Pullman. El America’s Black Holocaust Museum (Milwaukee, 1988) se consagra a la historia de los linchamientos. El Negro Leagues Baseball Museum (Kansas City, 1990) ilustra el papel de los afroamericanos en el deporte estrella del país. El Motel Lorraine, donde fue asesinado Martin Luther King, alberga desde 1991 el National Civil Rights Museum, asociado desde hace tres años al Smithsonian. El Brown Versus Board of Education
National Historic Site (Topeka, Kansas, 1992) conmemora una sentencia judicial de 1954 que puso
fin a la segregación en las escuelas públicas. El African American Firefighter Museum (Los Ángeles, 1997) recuerda el papel de los bomberos negros, segregados durante mucho tiempo. El International Civil Rights Center Museum (Greensboro, Carolina del Norte, 2001) relata las luchas por los derechos civiles; en la cafetería del edificio –un antiguo almacén Woolworth– comenzaron en 1960 los sit-ins, cuyas imágenes dieron la vuelta al mundo; su larga barra constituía la pieza principal del museo antes de ser donada al de Washington. El
National Center for Civil and Human Rights (Atlanta, 2014) fue impulsado por figuras de los derechos
civiles como Andrew Young, John Lewis y la viuda de Ralph Abernathy. El Tuskegee Airmen National
Museum (Tuskegee, Alabama, 2014) custodia la memoria de un escuadrón de pilotos negros. The
Legacy Museum (Montgomery, 2018) rememora la historia afronorteamericana desde la esclavitud hasta el encarcelamiento masivo (4). Desde 2013 se está trabajando en el National Museum of African American Music, que se abrirá en Nashville este año. Además, existen centros como el Muhammad Ali y el August Wilson, o casas/museo donde residieron personajes como Harriet Tubman, Frederick Douglass, Lewis H. Latimer, los hermanos James Weldon y John Rosamond Johnson –autores de Lift Every Voice and Sing, considerado el himno de los derechos civiles–, Mary McLeod Bethune, Louis Armstrong, Arna Bontemps, Martin Luther
King… O monumentos como el African American Burial Ground de Manhattan, construido en 2006
sobre el mayor cementerio negro de esclavos y libertos, donde fueron sepultados unos 15.000 cadáveres
durante los siglos XVII y XVIII.
En diciembre de 2018, a pocos kilómetros de Bruselas, reabrió sus puertas el Museo Real de África
Central, ahora denominado AfricaMuseum. Dedicado a la mayor gloria del rey Leopoldo II, que consideraba el Congo su coto privado, y a cantar las excelencias del colonialismo, ha invertido cinco años en reorientar su rumbo y proponer una nueva visión del colonialismo belga como un episodio cruel, inmoral y depredador. ¿Un signo más de que asistimos al principio del fin del relato blancocéntrico?

© Le Monde Diplomatique en español

(1)Véase Mireia Sentís, “No puedo respirar”, Le Monde diplomatique en español, abril de 2017.
(2) El más visitado de Estados Unidos es el Air and Space Museum, que atrajo siete millones de personas en 2017. El NMAAHC ocupó la novena posición, con dos millones y medio de visitantes. Ambos están ubicados en Washington D.C. y pertenecen al conglomerado Smithsonian. Los museos de la capital son los únicos del país
a los cuales se accede gratuitamente. Aun así, han de recaudar suficiente dinero para que solo una parte de los costes recaiga sobre el gobierno federal.
(3) Emmett Till (1941-1955), nacido en Chicago, pero de vacaciones en el Sur, fue linchado y arrojado al río Misisipi, con el pretexto de haber silbado a una mujer blanca. Aunque se supo que los asesinos eran el marido y el hermano de la mujer, no fueron inculpados. En el funeral, su madre dejó el féretro abierto para mostrar hasta
qué punto su cuerpo había sido desfigurado. La imagen fue uno de los detonantes de las luchas por los derechos civiles. En 2008 se reabrió el caso —la mujer reconoció haber mentido— y Emmett fue exhumado y enterrado de nuevo. La familia Till donó el ataúd original al Museo.

(4) Angela Davis divide la historia negra estadounidense en tres trágicos periodos: la esclavitud, la segregación y la actual encarcelación masiva.