"Palestina/48. Poemas del Interior" y "Cosas que tal vez halles ocultas en mi oído. Poemas desde Gaza" en los medios
La voz de un poeta
«La identidad, es lo que nosotros legamos, no lo que heredamos, es lo que inventamos, no lo que recordamos»
Mahmoud Darwish
«En Gaza, algunos no podemos morir completamente. Cada vez que cae una bomba, cada vez que la metralla golpea nuestras tumbas, cada vez que los escombros se amontonan sobre nuestras cabezas, despertamos de nuestra muerte provisional»
Mosab Abu Toha
El autor del libro que presento, Mosab Abu Toha (Gaza, 1992), es considerado como uno de los exponentes principales de la poesía palestina de su generación; además de poeta, es ensayista, periodista, fundador y director de la Biblioteca Edward Said de Gaza. El libro que presento es «Cosas que tal vez halles ocultas en mi oído», publicado por Ediciones del Oriente y del Mediterráneo. En él se presentan los poemas escritos durante los asedios que Gaza ha sufrido desde 2001 (2008, 2012, 2014, 2021) y los poemas que escribió durante una beca en Harvard y sus estudios en la universidad de Siracusa; esta, su primera obra, recibió varios premios de los más sonados del mundo literario. No está de más señalar que el título se refiere a su oído, que fue dañado gravemente, a sus dieciséis años, a resultas de un bombardeo israelí, de ahí que la dedicatoria del libro vaya dirigida a la otorrinolaringóloga que le atendió, y de ahí resalta la importancia de «los silencios de los muertos, la voz y el paisaje sonoro, las voces de sus seres queridos y el trino de los pájaros que hacen contrapunto a los cazas, los drones y las bombas que aniquilan y siembran la muerte» que destaca con sobrada razón Joselyn Michelle Almeida en la Presentación.
«En Gaza, no sabes de qué eres culpable. Es como vivir en una novela de Kafka» dice el escritor en una de las entradas del texto que abre el volumen: Palestina de la A a la Z. Si la panorámica abecedaria que ofrece es, obviamente en prosa, al igual que la entrevista final realizada por Ammiel Alcalay. Tout le reste c´est de la poésie. 52 poemas en los que las lágrimas, la muerte, el humo, las calles en ruinas, los cuerpos mutilados, la pobreza al por mayor, y el único certificado de ciudadanía es el que consta en el carnet de identidad. Versos desgranados en el corazón de las tinieblas, la electricidad cortada cada dos por tres, la muerte provocada de familiares, de niños de los que solamente se halla el biberón tras el bombardeo y los drones que sobrevuelan las ruinas y las solitarias casas que aún quedan en pie, y que en su boquetes dan fe de los impactos (la portada del libro da muestra de uno), como el de su propio despacho, la pared agrietada, el tic tac del reloj parado y los anaqueles con los libros que han volado al suelo. Y su padre, su abuelo, sus conocidos dejan ver su presencia en los sintientes versos que retratan la ciudad estrangulada y desnudada por sus saqueadores. Del mismo modo que quedan homenajeados sus seres queridos, elogia a su inspirador el poeta Mahmoud Darwish y los apoyos de Edward Said, Noam Chomsky, et allii , a los que hace pasear por las polvorientas calles de la tierra mutilada.
Las preguntas recurrentes de a dónde ir y si no será mejor morir, que hacerlo en vida… y la lluvia de bombas de clavos, lanzadas por los F-16, por los omnipresentes drones, y las continuas explosiones convirtiendo la tierra palestina en un infierno (Dante no los había mencionado), con la gente derretida de miedo, y
Corrimos a la radio, esa vieja caja sucia
que a menudo vomita
sangre y cuerpos despedazados en nuestros oídos,
hospitales llenos de heridas y quemaduras,
gemidos, un cadáver, y una niña que ha perdido una pierna
tirada sobre un catre
o sobre el suelo ensangrentado.
Y los muertos a miles. «Y más de dos millones de personas / temiendo por sus vidas», y los habitantes convertidos en anónimos números para la morgue.
Y una voz de abajo que «…me pide que deje de escribir poemas tan duros, / poemas con bombas y cadáveres, / casas destruidas y calles cubiertas de metralla, no sea que las palabras tropiecen y caigan en charcos sangrientos…» y el rojo de la sangre que todo lo invade hasta los propios cabellos del poeta que no clama a la desesperanza sino que toma la rosa como ejemplo de resistencia: «Nunca te sorprendas / si ves una rosa que resiste / entre las ruinas de la casa; / Así es como sobrevivimos.»…en algún luminoso verso presentaba una flor que brotaba de los restos de un misil, esperanza que igualmente transmite en la entrevista, en la que subraya, a pesar de los pesares, la belleza del mundo con sus mares, sus arenas, sus aguas, sus flores, sus frutos, las higueras… la esperanza de un pueblo y del futuro humano, y resuena, una vez más, la voz del poeta Mahmoud Darwish: «Tenemos en esta tierra lo que hace que la vida valga la pena»… y me resuena en la mente aquella admonición del solar Albert Camus cuando incidía que no eran tiempos apropiados para hablar de flores, o el dramaturgo alemán Bertolt Brecht que señalaba que eran malos tiempos para la lírica... más si cabe la poesía cuando esta es, como decía Gabriel Celaya, un arma cargada de futuro, y de presente… pero dejo de pisar el jardín.
Concluiré diciendo que diez páginas centrales ofrecen significativas fotos del desastre, con pies de foto llenos de lirismo, reflejando la última la esperanza de la que hablo: «a pesar de todo, las fresas no han dejado de madurar».
Artículo completo en kaosenlared
El enjambre ardiente de Yamen Manai en el programa Mediterráneo de Radio 3
El domingo 14 de enero de 2024, Pilar Sampietro dedicó el programa Mediterráneo al libro El enjambre ardiente, del escritor tunecino Yamen Manai, que acabamos de publicar.
A su pregunta
¿Se puede explicar la crisis política, social y medioambiental que vivimos por lo que le pasa a un apicultor y a sus abejas?
Yamen Manai respondió:
No sé si la historia del enjambre ardiente es suficiente para explicar una crisis de dimensiones tan intrincadas como la que estamos viviendo, pero es una variación, una descripción, una faceta. Tenía la ambición de describir cómo los acontecimientos que ocurren en lo alto de los serrallos, a menudo motivados por una codicia sin fondo y sed de poder, impactan en la vida de estos grandes ausentes del decorado, este decorado moderno que nos rodea y donde se desarrolla ante nuestros ojos cada día la comedia política, contada por medios cada vez menos independientes y redes sociales cada vez más escindidas.
Como ausentes del decorado no me refiero solo a la persona del apicultor, sino también a una parte de la vida con la que ya no estamos acostumbrados a encontrarnos: las abejas.
Pero estos grandes ausentes son la vida misma, su verdadera sustancia, su miel. Son los seres más frágiles los que deben estar en el centro de nuestra atención, porque su fragilidad desempeña un papel esencial en nuestra propia supervivencia. Las abejas polinizan dos tercios de lo que comemos. Su desaparición conducirá a la nuestra.
El poeta francés Paul Valéry decía: “La política es el arte de distraer a la gente de lo que realmente les interesa. Yo añadiría que la literatura es el arte de conseguir que la gente se interese por lo que realmente les interesa.
Añadimos el enlace al programa: El enjambre ardiente. Túnez a través de las abejas
NOVEDAD PRIMAVERA 2021
Un viaje de un día desde Mitilene a Aivalí. Y allí, entre dos orillas, en medio del mar, un viaje por el tiempo. Por la Historia ensangrentada. Por lo que divide a las personas de este pequeño estrecho. Por lo que une a todos los pueblos de la tierra.
El Desastre de Asia Menor. Desarraigo. Patrias perdidas. Tratado de Lausana. El primer intercambio de población a gran escala en la historia contemporánea. Cientos de tragedias, incontables historias de personas perseguidas. La mayoría de estas historias, desconocidas. Otras en cambio, las que los refugiados contaron a sus hijos y a sus nietos, se desdibujan poco a poco. Se hunden en el olvido, se pierden. Muy pocas historias llegaron a llevarse al papel. Muy pocas se salvaron, para erigir la memoria ante los errores humanos que, cuando se olvidan, se repiten.
Allí, en las fronteras marítimas, en el estrecho paso entre la isla de Lesbos y las costas de Asia Menor, se despliegan cuatro de estas historias. Cuatro personas de Aivalí nos narran. Tres griegos y un turco: Fotis Cóndoglu, Ilías Venesis, Agapi Venesi-Moliviati y Ahmet Yorulmaz.
Y cuando vuelves a pisar esta tierra, el presente procura arreglar cuentas
con el pasado. El viaje no ha concluido.
Ficha técnica
Autor del texto y las ilustraciones: Soloúp
Título: Aivalí: Una ciudad grecoturca en 1922
Presentación: Bruce Clark
Traducido del griego por Marta Gámez y María López Villalba
ISBN: 978-84-121662-5-5 - Nº de págs. 432
PVP: 27 €
Puedes escuchar el programa dedicado a Aivalí y la entrevista de Pilar Sampietro a su traductora María López Villalba en Mediterráneo
Nayi al-Ali: la mirada del artista
contacta@infolibre.es @TereAranguren
- La ingente obra del creador de Handala apenas es conocida en Europa. Ediciones de Oriente y el Mediterráneo saca ahora a la luz una amplia selección sus viñetas
- El artista árabe, uno de los grandes del siglo pasado, murió de un disparo en la nuca en un atentado nunca reivindicado, nunca esclarecido, en Londres. Lejos de Palestina
La figura de un niño con la cabeza gacha, las manos entrelazadas a la espalda y cuatro pelos tiesos en lo alto de su cocorota asoma entre los escombros de las casas demolidas, atraviesa las alambradas, trepa por el muro de cemento que rodea barrios, pueblos, vidas. Es, como la kufiya de cuadros blancos y negros, el símbolo más internacional de Palestina. O más exactamente de la resistencia palestina.
Se llama Handala, que es el nombre de una planta dura y resistente que crece en lucha contra las inclemencias del tiempo. Tiene diez años, la edad que tenía su creador cuando, junto a su familia, los vecinos de su pueblo y tantos de sus paisanos, fue expulsado de su tierra, perdió su mundo, los paisajes de su infancia y se convirtió en refugiado. Nayi al-Ali nació en el norte de Palestina, en la región de Galilea, en una aldea de nombre Asshayara, que en árabe significa el árbol, porque dice la leyenda que Jesús, el galileo, en una de sus caminatas de predicador por esas tierras, buscó cobijo a la sombra del frondoso árbol que dio nombre a la aldea. Pero ya no hay aldea con ese nombre. Asshayara ya no figura en los mapas israelíes.
Nayi al-Ali creció en el campamento de refugiados de Ain el-Helwe, en el sur de Líbano. Allí se hizo hombre y se definió como artista. Sus primeros dibujos los hizo en los muros del campamento. "Handala siempre tendrá diez años, no crecerá hasta que no pueda volver a Palestina", dijo en una entrevista a finales de los setenta, cuando ya era un dibujante famoso en todo el mundo árabe y su viñeta de Handala empezaba a convertirse en símbolo.
Un niño cabizbajo y con los pies descalzos nos da la espalda, casi como un reproche, quizá porque no miramos lo que él mira, porque no vemos lo que él ve. Y lo que el niño Handala ve, es lo que el artista Nayi al-Ali dibuja: el paisaje de una Palestina despojada y resistente. Campos erizados de espinas, ciudades bombardeadas, padres que cargan en sus brazos el cuerpo inerte del hijo, una maceta que crece entre los barrotes de la cárcel, una mujer que acoge en su regazo al fedai herido… Como la imagen de una pietà.
Hay muchos símbolos cristianos en la obra de Nayi al-Ali: Cristo con la kufiya o con la llave del retorno al cuello, el crucificado que desclava una pierna para asestar una patada al soldado israelí, dos mujeres abrazadas, una con una cruz, la otra con un pequeño Corán, como colgantes. Casi siempre, allí donde aparece una cruz asoma también la media luna islámica. Son símbolos religiosos, pero su sentido, aunque parezca contradictorio, es laico, lo cristiano forma parte de la identidad pluriconfesional de la sociedad palestina y hacerlo visible recalca el carácter nacional, no confesional, no islamista, de su lucha.
Lo propio de un artista no es inventar sino mirar más hondo y más largo. Y ver. Ver aquello que estaba ahí esperando ser visto, ser expresado, dicho, cantado, tallado, dibujado. Y nombrado al fin. El artista pone nombre a lo innombrado y nos lo muestra, nos obliga a mirar. Como las viñetas de Nayi al-Ali nos obligan a mirar lo que ocurre en Palestina. Sin excusas, directamente, a pecho descubierto.
Nayi al-Ali, uno de los grandes artistas árabes del siglo pasado, murió de un disparo en la nuca en un atentado nunca reivindicado, nunca esclarecido, en Londres. Lejos de Palestina. Era el año 1987. Desde entonces el influjo de su obra ha ido creciendo hasta convertirse en referente fundamental de la lucha por la justicia en todo el mundo árabe. Y creo que no hay familia palestina que no tenga en algún rincón de su casa un llavero, un cartel, un colgante, una camiseta, un muñeco con la imagen de Handala.
Aun así, la ingente obra de Nayi al-Ali, más allá de su viñeta del niño Handala, apenas es conocida en Europa y particularmente en España. Por eso es muy de agradecer que los responsables de Ediciones de Oriente y el Mediterráneo, siempre atentos a lo que ocurre al otro lado del mar que llamamos nuestro, haya sacado a la luz una amplia selección de las más de 12.000 viñetas que el artista dibujó a lo largo de su vida. El libro Palestina. Arte y resistencia en Nayi al-Ali es una bellísima y estremecedora muestra de la obra de un artista comprometido hasta la médula con su pueblo. Sus dibujos nos obligan a mirar la atroz realidad que sufrió y sufre Palestina. Nos obligan a mirar. Y a ver.
Artículo completo en infolibre.es
Y hoy, domingo 17 de enero, en el programa Mediterráneo que conduce Pilar Sampietro, entrevista con Teresa Aranguren sobre la figura de Nayi al-Ali y las claves para comprender a Handala: Handala en Palestina. Arte y Resistencia
30 AÑOS EDITANDO LITERATURA ORIENTAL Y MEDITERRÁNEA
30º ANIVERSARIO de Ediciones del Oriente y del Mediterráneo: 30 años de actividad literaria y continuamos...
Mamadú va a morir, Gabriele del Grande
GABRIELE DEL GRANDE: MAMADÚ VA A MORIR
Gabriele del Grande
Mamadú va a morir
el exterminio de inmigrantes en el Mediterráneo
En enero publicaremos este libro en que el periodista italiano Gabriele del Grande denuncia la muerte masiva cada año de cientos de inmigrantes clandestinos en ese mar que antaño fue vínculo de unión entre ambas orillas y que hoy se ha convertido en infranqueable frontera para los africanos que sueñan con escapar de sus miserables condiciones de vida.
Gabriele del Grande nació en Lucca en 1982. Cursó Estudios Orientales en Bolonia y vive en Roma, donde colabora con la agencia de prensa Redattore Sociale. En 2006 creó la bitácora Fortress Europe, observatorio mediático sobre las víctimas de la emigración clandestina. También lleva las bitácoras Roma senza fissa dimora. Diario reportage, Biglietti di viaggio dalla Palestina, Da Casablanca con furore y La notte dei senza dimora (con audio), sobre los vagabundos de Roma.
En 2007 siguió la ruta de los emigrantes en Turquía, Grecia, Túnez, Marruecos, Sáhara Occidental Mauritania, Malí y Senegal, entrevistándose con las familias de los desaparecidos.
Fruto de esta experiencia es el libro que presentamos Mamadú va a morir.
Presentación
No nos hagamos ilusiones. Por muy variada que nos parezca la oferta de las agencias de viaje y por muy abigarrados y coloridos que se nos ofrezcan los mapas, en este mundo sólo se puede viajar en dos direcciones: o contra los otros o hacia ellos. Contra los otros, el así llamado Occidente no deja de organizar expediciones militares y cruceros de lujo, viajes de negocios y rallys espectaculares, operaciones de bolsa y visitas a las Pirámides. El viaje hacia los otros, por el contrario, es sistemáticamente impedido, desacreditado o despreciado.
Bajo el capitalismo globalizador, incompatible con plazas abiertas, asambleas y ágoras, solo hay dos «lugares» antropológicos de inscripción individual: el «pasillo», utopía ultraliberal de la circulación sin obstáculos, y el «muro», que revela su fracaso. En el Pasillo giran sin cesar las mercancías, las armas, la información, el dinero, los turistas. En el Muro se quedan enganchados una y otra vez los pobres, los «terroristas», los inmigrantes. Son estos dos «lugares», apenas porosos, espalda el uno del otro, los que construyen la sensibilidad y el comportamiento de los que están atrapados en ellos. En la experiencia del viaje —contra los otros o hacia ellos— es la dirección del desplazamiento y el medio de transporte, marcas de jerarquía global, los que determinan estructuralmente la autoestima del viajero y su percepción del otro y, por lo tanto, la recepción en destino. Contra los otros, vamos blandamente y reclamando gratitud y recibiendo aplausos; hacia los otros, se va a trompicones y pidiendo disculpas y recibiendo azotes. El turista entra en África como los acuerdos comerciales y las directivas europeas, desde el aire y desde lo alto, en avión o en crucero de lujo, y se comporta —y es tratado— como si procediese de su alma el valor de sus divisas. Al inmigrante se le obliga a entrar en Europa a ras de tierra y por agujeros, como las ratas y los insectos, y tiene que hacerse perdonar, con sumisión y bajos salarios, su irreductible condición animal (y la necesidad que tienen de él).
Bajo el capitalismo globalizador, solo hay ya dos posibles desplazamientos en el espacio, en direcciones opuestas y paralelas: el turismo y la emigración. Aún más: ya no hay ni razas ni sexos ni caracteres; ni españoles ni franceses ni senegaleses ni filipinos; sólo turistas e inmigrantes, relaciones entre turistas, relaciones entre inmigrantes y sordos intercambios desiguales entre turistas e inmigrantes. El turista es turista también en su país de origen porque allí también se limita a mirar y porque la presencia inmigrante, molesta y pruriginosa, lo eleva simbólicamente por encima de su clase y lo disuelve ilusoriamente en un grupo nacional revalorizado por el deseo del forastero. El inmigrante es también inmigrante en su propio país porque también allí es objeto de precauciones y sospechas y se ve ininterrumpidamente separado de los visitantes, sin más pasajes que la astucia o la mendicidad, por muros y policías que confirman la peligrosa exterioridad de los nativos.
Pero la diferencia entre los dos «lugares» —el Pasillo y el Muro— dibuja oposiciones subjetivas cuando menos sorprendentes.
Los turistas son llevados, acarreados, dirigidos y entretenidos; los inmigrantes —como recordaba John Berger— «son los más emprendedores de su generación».
Los turistas viajan encerrados en confortables lager, clientes de su propia prisión; los inmigrantes, hasta que se les encierra por existir, son libres.
Los turistas son consumidores livianos sin raíces, aventados por placeres superficiales de orden canibalístico (devorar viandas, souvenirs e imágenes); los inmigrantes viajan guiados por la nostalgia (el «doloroso deseo de regresar») y por eso, en medio de las dificultades, conservan sus costumbres y sus valores de origen. Llevan el alacrán de la realidad clavado en el cuerpo.
Los turistas visitan; los inmigrantes viajan. Los turistas están siempre llegando a sí mismos; los inmigrantes progresan y arriesgan. «Para ir de Palermo a Túnez» —resume de forma lacerante Gabriele del Grande— «bastan 47 euros, diez horas y un carnet de identidad; el viaje a la inversa puede costar 2000 euros, años de desierto y, a veces, la muerte». Los turistas son, pues, corderos; los inmigrantes, aventureros.
Los turistas, porque tienen papeles, no son «personas», sino puras personificaciones de un Estado soberano que avala su pasaporte y su moneda; los inmigrantes sin papeles (porque se han desecho de los de origen y no han recibido otros en destino), abandonados por su Estados infrasoberanos, cuerpos completamente a la intemperie, son individuos puros. Los turistas son abstracciones colectivas; los inmigrantes, concreciones individuales.
Los turistas, por eso mismo, son locales, nacionales, para-humanos; los inmigrantes son el hombre desnudo y total. La condición universal que Marx atribuía al proletariado la encarnan hoy, y por las mismas razones, los inmigrantes.
Los turistas, en fin, son un poco cómicos; los inmigrantes son épicos.
El viaje contra los otros —a través de las leyes migratorias y los periódicos, de los centros comerciales y la televisión— está tan asentado en nuestra experiencia que somos incapaces incluso de reconocer la incoherencia de nuestro rechazo. Una sociedad que cultiva los refinamientos de la compasión, que ha inventado el colonialismo y la literatura de viajes, que sigue recordando a Marco Polo, a Stanley y a Peary, que admira los relatos de superación y se deja fascinar por las pequeñas epopeyas de nuestros periódicos, ¿por qué no se emociona ante las peripecias de estos aventureros modernos —los únicos que quedan ya— capaces de recorrer varias veces el continente Áfricano, escapar de prisiones, sobrevivir al desierto, combatir el oleaje, para dar de comer a unos niños lejanos o casar a una hermana sin recursos? Una sociedad que juega en bolsa, que elogia el riesgo y la competitividad, que ensalza el individualismo y condena la intervención del Estado, ¿por qué no admira esta expresión máxima —trágica y heroica— de la «iniciativa privada» enfrentada a todos los obstáculos, sobrepuesta a todas las trabas, liberada de todo proteccionismo estatal? Una sociedad, en fin, que descubrió y dice defender los derechos humanos, que valora literaria y cinematográficamente a los rebeldes y los justicieros, que aprueba las «intervenciones humanitarias» en favor de la democracia, ¿por qué no se inclina con respeto ante estos miles de africanos que, arrostrando todos los peligros, jugándose y a veces perdiendo la vida, recorren distancias casi infinitas para entrar en Europa y reivindicar de hecho la Declaración de ddhh de la onu y la igualdad natural entre los seres humanos? Ocurre, como sabemos, todo lo contrario. Las virtudes de los inmigrantes se convierten paradójicamente en ventajas para nuestros mercados y puñales para ellos. Que sean emprendedores, obstinados y aventureros, que sientan nostalgia y tengan raíces garantiza la «selección natural» de nuestra mano de obra semi-esclava, asegura en los países de origen la reproducción de un ejército inmigrante de reserva mantenido por las remesas del exterior (sin gastos sociales para los Estados africanos dependientes y corruptos) y conjura el peligro de revoluciones y cambio políticos «desestabilizadores» en el Tercer Mundo. Que sean individuos puros y hombres desnudos los deja completamente desprotegidos y expuestos a toda clase de atropellos y violencias: precisamente porque son solo humanos carecen de todo derecho.
El resultado es éste: en una dirección hay 160 millones de inmigrantes en todo el mundo que han dejado sus países para levantar casas, recoger cosechas y cuidar ancianos, y nosotros los recibimos a palos. En dirección contraria, hay 600 millones de turistas —casi siempre los mismos— que todos los años van a fotografiar fotografías, reforzar dependencias neocoloniales y desbaratar recursos económicos y culturales y exigen y obtienen a cambio reconocimiento y protección. Los constructores se ahogan en el mar; los destructores van a los países de origen de las víctimas a celebrarlo.
Los turistas y los inmigrantes se cruzan en el camino —hacia arriba y hacia abajo— sin tocarse ni reconocerse jamás, como si viajasen en dos épocas paralelas o perteneciesen a especies diferentes.
Pero finalmente tienen que tropezar.
El 10 de agosto de 2007 tuvo lugar el encuentro fabuloso entre las especies. Una gran nave de lujo, el crucero Jules Verne, de 152 metros de eslora, de 15000 toneladas de desplazamiento y con 470 turistas españoles a bordo salvó a 12 náufragos que flotaban a la deriva después de que se hubiese hundido la frágil patera en la que viajaban. Al menos quince cadáveres fueron recogidos también y trasladados en helicóptero a Malta. Los supervivientes fueron atendidos en cubierta —separados, naturalmente, del pasaje— de graves problemas de hipotermia y deshidratación; algunos presentaban también severas quemaduras, y todos habían escurrido sus últimas fuerzas tratando de mantenerse a flote en medio de las olas. La reacción de los pasajeros fue dispar. Algunos se quejaron de la alteración del programa, de falta de información o de la interrupción de algunos servicios durante las horas que duró la operación de rescate. Otros, en cambio, aceptaron solidariamente el contratiempo y confesaron sentirse impresionados y conmovidos por el acontecimiento. En todo caso —y esto es lo inquietante y revelador— la noticia servida por los periódicos (a partir del despacho original de Europa Press) no era el drama de los inmigrantes sino precisamente la «solidaridad» y la «conmoción» de los turistas: la «aventura» inesperada que les había proporcionado la agencia, casi al final del viaje, y que había que añadir a la anécdota del taxista, a la del vendedor de alfombras y a la del ligón de la Medina. Las declaraciones de una pasajera reflejan muy bien el tono general de los testimonios y el foco de atención escogido por los periodistas, determinante a su vez de la percepción narcisista —viaje contra los otros— de la tragedia ajena: «Fue impactante (la visión de una de las mujeres rescatadas). Gritaba desesperada y lloraba como una Magdalena porque había perdido a su bebé de nueve meses en el agua. Ella lo vio hundirse, fue traumático». Algunas madres consideraban asimismo que la situación de excepción generada en el barco por la presencia de los náufragos podía ser «traumática» para sus hijos y que los «animadores» contratados por la agencia debían haberlos distraído con juegos y espectáculos —cuando quizá era una buena oportunidad para explicar algunas cosas sencillas y terribles a los niños. Ningún periodista, en cualquier caso, se interesó por los náufragos mismos, ni por sus nombres ni por sus peripecias ni por su destino ulterior. Solo a través de las declaraciones de un pasajero nos enteramos de que hablaban correctamente inglés y procedían de Eritrea; y la historia termina felizmente con el alivio de que las autoridades del país aceptasen trasladar a los supervivientes a Malta (cuyos centros de «acogida», verdaderos campos de concentración, han sido denunciados ante el parlamento europeo por las condiciones ignominiosas en las que se mantiene a los reclusos). También por la declaración de un pasajero, que atribuye a esa causa el «descontrol» en el barco, nos enteramos curiosamente de que, además del capitán, Vitali Medvedenko, la mayor parte de la tripulación —es decir, los verdaderos salvadores, ignorados por los medios de comunicación— son asimismo inmigrantes: ucranianos, rumanos, cubanos, contratados por la marca española Cruceros Visión bajo condiciones que tampoco a ningún periodista le parece interesante investigar. La noticia del drama angustioso de unos inmigrantes salvados de la muerte por otros inmigrantes se convierte así en la hazaña de unos turistas españoles solidarios que aceptan retrasar unas horas su programa de ocio organizado y a los que «conmociona» deliciosamente esta experiencia adicional; es decir, una humana y refrescante noticia veraniega que acepta como natural y casi ecológico el flujo de turistas e inmigrantes en direcciones opuestas y con medios injuriosamente desiguales y que reivindica como simpática y emocionante la rara intersección entre las dos corrientes paralelas.
Dos días antes, el 8 de agosto del 2007, siete pescadores tunecinos habían salvado a 44 emigrantes naufragados a 14 millas de la isla italiana de Lampedusa. Atendiendo a la petición de socorro del capitán Yenzeri, cuatro patrulleras italianas acudieron al encuentro del barco de pesca. Una vez en Lampedusa, los pescadores no fueron recibidos como héroes ni entrevistados por periodistas encandilados por la solidaridad de los tunecinos. Fueron detenidos, encarcelados durante 32 días —sin poder siquiera telefonear a sus familias— y están ahora a la espera de un juicio por «favorecimiento de la inmigración clandestina» que les puede costar entre 1 y 15 años de cárcel. Cumplieron con las leyes del mar y de la humanidad, que obligan a socorrer a los náufragos, y chocaron con las leyes de la ue, que prohíben la compasión. De esta noticia, que recoge precisamente Gabriele del Grande en uno de los informes mensuales de Fortaleza Europa (fortresseurope.blogspot.com), el observatorio que él mismo fundó en 2006, se pueden extraer dos conclusiones. La primera, en efecto, es que la división turista/inmigrante es tan estricta y funcional que, mientras que los turistas son siempre inocentes y a veces hasta solidarios, los solidarios africanos son siempre «inmigrantes» o —valga decir— sospechosos, lo que revela sin duda —y alimenta— el nuevo racismo estructural dominante en Europa. La segunda conclusión es de orden material y humanitario y la expone el propio del Grande en el citado informe:
En cualquier caso, el daño está hecho: en la mar ha corrido la voz. En más de una ocasión, náufragos supervivientes han denunciado la indiferencia de pesqueros y barcos mercantes frente a botes que se iban a pique. Ahora, por más que absuelvan a los 7 tunecinos, ¿quién se atreverá a socorrer a nadie si el precio son años de prisión o el secuestro de su barco? Es una cuestión de hondo calado, pues sin el auxilio de los pescadores el mar se cobrará muchas más víctimas.
¿A quién le importa? Si la compasión es un delito, la indiferencia es legal; y pronto, por este camino, la agresión será una hazaña.
Italia, vanguardia hoy de la decadencia fascistizante de Europa como otrora lo fuera de la emancipacion y la lucha, conserva sin embargo una tradición de riguroso periodismo comprometido que contrasta con la mansedumbre frívola de nuestros medios de comunicación. Así, en los últimos años, algunos libros imprescindibles han tratado de emprender ese viaje hacia los otros que el turismo mediático obstruye y desprecia por igual para abordar desde el otro lado la dura experiencia de la emigración: el estremecedor I fantasmi di Portopalo, de Giovanni Bellu, el brillante A sud di Lampedusa, de Stefano Liberti y este acusador Mamadou va a morir, que aquí presentamos y del que es autor el joven y valiente periodista italiano Gabriele del Grande. Lo que hace del Grande es lo contrario que los cronistas españoles de la «aventura» del Jules Verne: localiza muy bien el verdadero lugar de los acontecimientos y el verdadero acontecimiento. El lugar de los acontecimientos es la patera hundida y no el crucero de lujo; el verdadero acontecimiento es la muerte evitable de quince eritreos y no la impresión que ésta produce en 420 turistas traumáticamente separados durante unos minutos de sus martinis y sus cervezas. Para localizar el lugar de los acontecimientos y el verdadero acontecimiento basta un mínimo de decencia humana; para ocuparse de ellos hace falta un esfuerzo adicional que pocos periodistas están dispuestos a acometer y muy pocos periódicos —mitad por ideología, mitad por economía— a financiar. El viaje contra los otros y el turismo mediático se imponen también —y configuran fatalmente las conciencias— porque cuestan menos trabajo y menos dinero que la exploración de la realidad y el dolor que la acompaña.
Gabriele del Grande tiene el mínimo de decencia humana para localizar una noticia y el coraje profesional, cada vez más raro, para contarla. A lo que antes se llamaba sencillamente «periodismo» hoy lo llamamos «periodismo comprometido». Comprometido con su trabajo, comprometido con la decencia humana, del Grande sabe que el lugar de los acontecimientos no es una patera aislada cerca de Malta, sino todo el mar Mediterráneo y parte del Atlántico y África entera y todo el tercer Mundo y la Europa candada y arrogante y el capitalismo globlizador que determina una severa cartografía del sufrimiento humano. Y sabe que el verdadero acontecimiento no es la muerte de 15 eritreos y el encarcelamiento de 12 en los lager de Malta, sino la masacre de al menos 1581 seres humanos solo en el año 2007 y la reclusión, tortura y abandono de cientos de miles de ellos en campos de concentración y desiertos en Europa y en el norte de África: eso, pues, que sin ninguna exageración el teólogo Franz Hinkelammert ha definido como un «genocidio estructural».
¿Quiénes son, cómo se llaman, de dónde vienen, con qué medios, por qué motivos, cuánto tardan, cuánto les cuesta, cuánto ganan las empresas europeas expulsándolos de sus tierras, cuántos mueren, cuánto paga la Unión Europea para matarlos, cuánto cobran sus sicarios dictatoriales —Senegal, Mauritania, Marruecos, Túnez, Libia— por ayudarlos en el exterminio? Empeñado en encontrar respuestas a estas preguntas, del Grande siguió durante meses las cambiantes rutas migratorias —de Senegal a Turquía, del Sahara Occidental a Túnez— para escuchar a estos «aventureros» (el nombre que se dan a sí mismos) que no pueden redactar diarios de viaje ni publicar sus propios periódicos.
En la escena final de Capitanes intrépidos de Kipling, el alcalde de Gloucester lee frente al silencio emocionado de sus ciudadanos los nombres y edades de todos los pescadores muertos durante el año, agradecimiento de los vivos y supervivencia honorable de los náufragos. En lápidas e inscripciones se recuerdan los nombres de los muertos de la primera y segunda guerra mundial y en el museo del Holocausto se recoge la lista de las víctimas judías del nazismo. Todos los años se reproduce y se recuerda el elenco minucioso de los muertos el 11-s en las Torres Gemelas. Ninguna lista conserva, en cambio, el nombre de los cuerpos anónimos ahogados en el Mediterráneo y en el Atlántico o desaparecidos en el desierto del Sáhara mientras trataban de llegar a Europa. Algunos de ellos engrosan la serie potencialmente infinita de los número; de otros, ni nombre ni cifra ni cuerpo, solo queda la sospecha de su existencia y la sospecha de nuestra miseria.
Pero hay una lista que quizás sí podría hacerse. Una muy parecida a ésa, estremecedora y brutal, que el 11 de septiembre de 1973 la junta militar chilena leía por la radio tras el golpe de Estado de Pinochet: la de los ciudadanos a los que, a lo largo de los meses y años siguientes, la dictadura iba a matar. Podríamos nosotros recoger los nombres vivos y calientes que aparecen en las páginas del libro de Gabriele del Grande y colocarlos en fila e irlos llamando, uno por uno, al paredón:
Mamadú va a morir.
Romeo va a morir.
Marcel va a morir.
Babakar va a morir.
Paulin va a morir.
Michael va a morir.
Hamdi va a morir.
Y así sucesivamente.
«Los que van a morir te saludan», proclamaban los gladiadores esclavos antes de emprender el combate. Los que van a morir nos acusan. El libro de del Grande demuestra sin margen de error ni escapatoria retórica que hay «una guerra mundial contra los pobres» y que nosotros combatimos en ella.
Por eso, porque somos también pasajeros en este viaje contra los otros que viajan hacia nosotros, no quiero dejar de reproducir las palabras que escribió John Berger en un bellísimo y doloroso libro sobre la emigración publicado hace 35 años; es decir, cuando eran todavía los italianos, los españoles, los portugueses los que dejaban sus tierras para construir las casas de los suizos y los alemanes (cuando —como dice el título de un libro de Gian Antonio Stella— «los albaneses éramos nosotros»):
La justicia o injusticia de un sistema social sólo pueden juzgarse relacionándolas con el ser total del hombre: de otra forma lo único que puede decidirse sobre ese sistema es si resulta eficaz o no. El principio de la igualdad es un principio revolucionario no sólo porque desafía la existencia de jerarquías, sino porque afirma que todos los hombres son iguales en su plenitud. Y lo contrario es igualmente cierto: aceptar la desigualdad como natural es convertirse en un ser fragmentado, es no concebirse a uno mismo más que como la suma de un conjunto de conocimientos y necesidades.
Viajar hacia los otros o contra ellos es una decisión de la que no depende solo la vida de miles de africanos, asiáticos y latinoamericanos: de ella depende también nuestra propia dignidad de humanos civilizados; es decir, la supervivencia misma del planeta: de sus rosas, sus pájaros, sus leyes y sus hombres.
Santiago Alba Rico