Al abrir la puerta a unos desconocidos, Sayd Bahodín Majrub fue asesinado, en Peshawar, Paquistán. Era un atardecer, casi de noche, a la hora del lubricán. Al día siguiente habría cumplido sesenta años.
Estaba solo y se sabía amenazado. Nunca había dejado a nadie en el umbral. Recordaba que en su país, en Kabul, en Yalalabad o en Dar-î-Nûr, ante el deber de la hospitalidad no se admiten vacilaciones. Murió con el pecho hecho trizas, en un gesto de acogida.
Murió por haber hablado libremente. Murió, sobre todo, por haber escuchado y haber prestado su voz a los sin voz. Majruh no tenía nada de intelectual del Antiguo Régimen. Más presto a escuchar los relatos y los cantos de un nómada, de un pastor, de una campesina o de un loco de Dios, que las peroratas de un ministro o de un teólogo, aplicaba su erudición sin orejeras al cuestionamiento lúcido de su propia tradición.
Este libro, consagrado a la poesía popular de las mujeres pastún, da precisamente la medida de su independencia de espíritu y su audacia. Desmontar, como lo hacía, los mecanismos pueriles del código del honor masculino era lanzar un desafío a la arrogancia hipócrita, a la opresión oculta y a la necedad habitual, era celebrar los derechos de la pasión amorosa, el escándalo y el placer.
Heredero de Omar Jayyam, Sana’i y Rumi, pero también de Montaigne y Diderot, Majruh afirmaba con vehemencia su perfil de humanista irreductible. Tras haber elegido el campo de la Resistencia afgana, no tenía ninguna intención de incorporarse al clan de los beatos fanáticos, ni de abandonar su misión de esclarecedor crítico.
De hecho, su personalidad singular, su cultura, su abnegación y su ardor fraternal pronto harían de él la conciencia moral de la Resistencia, y, en efecto, lo era y, explícitamente, su mala conciencia. Sin duda veía muy lejos y muy hondo. Sin duda tenía la tan gozosa insolencia de los que saben a la vez pensar, actuar y transmudar las tinieblas.
El poeta Sayd Bahodín Majruh llevó a cabo un combate ejemplar. Sostuvo un compromiso cotidiano, humilde y sin debilidad. Haciendo frente al horror y la barbarie, no se convirtió a su vez, y como consecuencia, en un bárbaro. No transigió.
Bahodín, te gustaban las estaciones en las que se levanta el viento, en las que el cielo se puebla de sortilegios y arena. Fomentabas la migración del espacio, para que las gravideces se borraran, y renacieran los corazones libres. Bahodín, eras de esos a los que hiere el espanto de los niños pero nunca lo alarma la nada, el absoluto, Dios o la última luz. Te deseo, al otro lado del enigma, un alba acogedora.
André Velter