¿«Negro» ha dicho?
¿«Negro» ha dicho?
«Tanto si se es “negro”, “blanco” o lo que se sea, hace falta (imperativo y necesidad) reconocer a toda costa el crimen contra la humanidad del cual “los negros” han sido víctimas durante doce siglos, y no cuatro como es costumbre creer y enseñar, si queremos responder en serio a las cuestiones que conciernen a “los negros”»
La exploración que realiza Bassidiki Coulibaly en su «El delito de ser “negro”», publicado en Ediciones del Oriente y del Mediterráneo es un dechado de claridad, nada queda en la oscuridad, y todo es enfocado con la luz que deja escrito negro sobre blanco la realidad de las cuestiones abordadas.
Ya desde los tiempos de Heródoto se consideraba a los “negros” como seres aparte, consideración que ha persistido a lo largo de la historia, siendo defendida por los Louis XIV, Colbert, Locke, Hume, Voltaire, Rousseau, Napoleón Bonaparte, Hegel, Kant, Hitler, Hungtinton,…y otras celebridades que han pintado a dichos eres como ajenos a la humanidad plena.
El profesor y ensayista Bassidiky Coulibaly (Bobo-Dioulasso, Burkina Faso, 1965) se empeña en las páginas de su obra en «sacar a ciertos individuos del condicionamiento ideológico (presente por doquier), despertar conciencias individuales de su letargo intelectual, conseguir que todos los actores de la Historia de la humanidad miren dos veces las verdades oficiales, y darle a César lo que del César y a “los negros” lo que es de “los negros”», y con tal fin rastrea diferentes aspectos de la denotación y la connotación del término coloreado , y la concepción, que se ha impuesto a lo largo del tiempo, y con tal fin dirige su mirada, amén de a la historia, a cierta teoría de los colores que hacen que lo blanco y luminoso sea lo ideal frente a la denostada oscuridad y negrura.
Son varias las cuestiones preliminares que el ensayista puntualiza: así la amalgama consideración de “negros” a seres de muy diferentes tonalidades, orígenes, culturas, etc., como si se tratase de un todo unido y único, que va desde Lucy –origen común de todos los humanos- hasta la actualidad. Busca apoyo en Franz Fanon a la hora de subrayar que el bienestar y progreso de Europa, podría decirse del llamado Occidente, se ha alzado sobre el sudor y la sangre de los negros, los árabe, los indios, y los amarillos…deteniéndose en ciertas formas de interiorización por parte de los oprimidos que han dado por buena la versión de los opresores llegando hasta el punto de llamarse entre ellos hermanos, como si así lo fueron dependiendo de su procedencia, cultura, etc.y cercana fraternidad.
El peso de la religión, de las religiones, queda desvelado tanto en el caso del Islam como posteriormente del cristianismo, cuya acción y presencia puso en pie una historia falseada en la que solamente tienen lugar los nombres propios del santoral de los opresores y de algunos cómplices entre los oprimidos. »El silencio se impuso por parte de las élites árabes musulmanas y de las élites negras musulmanas dedicadas a las abluciones, al rezo», y tras tales rituales litúrgicos, el tiempo para la elaboración de una leyenda dorada. Todo se ha dado como si se siguiese aquella tajante afirmación de Hegel, que mantenía que la Historia no había funcionado ni en Siberia, ni en África, lo que de hecho supuso que, como es hábito, la historia, o el vacío de ella, haya sido escrita por los vencedores. Así la versión creada, de todas las piezas, es que no existe verdadera cultura, que la razón, la tolerancia y otros valores son cosa de gentes ajenas al continente “negro”., dándose un dominio de una concepción grecocentrista, frente a quienes han solido defender un cierto afrocentrismo: helenomanía versus egiptomanía, Moisés versus otras figuras religiosas, y las creencias como arma de los poderosos, ya sea bajo el nombre de Alá, Dios o Yavé y como forma primera y principal de esclavitud; operación que se dio tanto en Egipto como en la antigua Grecia. Explora Coulibay la diferencia establecida entre lo sagrado y lo profano que condujo a la imposición de seres del más allá que imponía su ley en el más acá, usurpando el poder de decidir de los habitantes del último, no faltando los ejemplos, mártires, desde Sócrates a Bruno, pasando por la santa Inquisición o las fetuas, como la decretada sobre Salman Rushdie. Las creencias, incluida la animista, y lo sagrado en general piden sangre, siempre la han hecho.
La historia de la presencia de la religión musulmana fue seguida de la cruz del cristianismo, y en el terreno que transitamos el no-negro, blanco, es el que define al “negro” sin recurrir a ningún tipo de diferencia o matiz de tono, siguiéndose un criterio de indistinción que agrupa a seres de Suecia con los del sur hispano, o que une a cameruneses, con senegaleses o sudafricanos. Se dota por el mismo acto, de valores a los diferentes colores, y si Dios es luz (para Platón, el sol y para Plotino el Uno luminoso) abajo está la oscuridad, arriba lo blanco y abajo, del todo, lo oscuro, lo negro, es el reino de Satán, de la confusión y el caos; las tinieblas frente a las Luces, la liberadora Europa conquistando el mundo por el bien de éste y «el “negro”, el nègre, el black, no sólo es el otro, es el otro más extremo»; [constatándose tal diferencia de valor hasta el diferente valor de las notas del solfeo, en donde una blanca vale por dos negras]. África no sólo es otro continente, es el continente radicalmente otro para los antiguos griegos y para los “occidentales” de hoy»…y un continuum de racismo, de bestialización del otro, cuyo color coincide con el del Mal, y “el negro” convertido en víctima sacrificial, Luces y Código negro imperando, y en la recámara el Pentateuco. Sigue la pista, Coulibaly, marcada por Fanon o por los análisis de Pierre Bourdieu, Vladimir Jankélévitch (sin obviar a Louis Sala-Molins que introduce la obra y que es autor de un libro necesario: Le Code Noir ou le calvaire de Canaan, PUF, 1987), señalando el anclaje en las arenas judeocristianas de René Girard, como ilustración del «narcisismo prometeico de Occidente: el otro tiene derecho a existir si es el alter de mi ego».
Capítulo aparte merecen los procesos de descolonización y algunas cantinelas que los acompañan, prometiendo la paz bíblica, blanca ella, en lucha contra los descendientes del maldito Cam (Génesis 9, 21-27)…la exigible fraternidad, la exclusión del odio, la no-violencia que en tales versiones no supone otra cosa que negar la legítima defensa, etc., etc., etc. Sin obviar los cantos, huecos, de sirena del panafricanismo, que refleja de hecho la división establecida por los árabes y “los blancos”, creando una unidad artificial más allá de la sangre, la lengua, o la religión; persistiendo en algunos países el collar como castigo o señalamiento por hablar otro idioma distinto del del colonizador…u otros ejemplos que el ensayista no nos hurta.
Un recorrido en el que abundan las visitas a los textos religiosos, a los filosóficos (Montaigne, Locke, Rousseau…)y a algunos “negros” encandilados por los edulcorados mensajes, perdiendo el culo por asistir a las escuelas de los opresores para recibir sus buenas lecciones, de sumisión y obediencia…y una y otra vez queda reiterado el peso y la nefasta huella de las religiones y sus binaria teoría de los colores…y dos consejos necesarios para concluir: 1) «Mientras no nos resolvamos a emprender la descolonización del panafricanismo y de los panafricanistas, el colonialismo, el neocolonialismo, el poscolonialismo y el resto de ideologías de los oprimidos [juzgo que debería poner: de los opresores…a pesar de que tales sean tomadas en préstamo por algunos oprimidos] seguirán siendo el horizonte infranqueable de los pueblos del mundo entero, con los “pueblos negros” en primera línea, como de costumbre»; y 2) «Mientras “los negros” no dejen de confundir el hacerse respetar con tener que mostrar respeto, mientras “los negros” no se despojen de la Historia escrita por sus verdugos para apropiarse de su pasado de víctimas del crimen contra la humanidad, de supervivientes de un genocidio, mientras “los negros” sigan haciéndose los débiles mentales con el pretexto de que tienen un color indeleble maldito, mientras “los negros” sigan jugando a ser “niños grandes”, apalancados como receptores de educación, lecciones, dinero y civilización, perdurarán las denegaciones de humanidad que siempre se han cebado con ellos».
Por Iñaki Urdanibia para Kaosenlared
Bassidiki Coulibaly y su libro "El delito de ser “negro”. Mil millones de “negros” en una cárcel identitaria
Bassidiki Coulibaly quiso estar presente en el acto de presentación y debate sobre su incitante texto El delito de ser "negro". Mil millones de "negros" en una cárcel identitaria y nos envió el siguiente video:
Añadimos a continuación las tres preguntas que Mireia Sentís, directora de la colección BAAM Biblioteca Afro Americana Madrid, dirigió al autor y que este respondió especialmente para este acto. Al final de sus respuestas hemos incluido algunos extractos de las intervenciones de la propia Mireia Sentís, de Carla Fibla, periodista con una amplia trayectoria (corresponsal de diversos medios en El Cairo, Rabat y Amán, redactora de la revista Mundo Negro y autora de Mi nombre es nadie en el que recoge testimonios de los inmigrantes que tratan de llegar a España) y de Ramadhani Ngoy, coordinador de AfroDiccionario
ENTREVISTA A BASSIDIKI COULIBALY
Por Mireia Sentís
—¿Cuál es la razón por la que siempre, sin excepción, ha decidido escribir “negro” entre comillas?
La razón es triple.
- Primera: porque escribirlo sin comillas es sospechoso, suena falso y constituye un desafío para la razón. El negro en cuanto color, detenta un estatus único y singular con respecto a cualquier otro color. Así, es el no-color para unos y el rey de los colores para otros puesto que todos los otros colores nacen de él. El negro es también el color del misterio, el de los místicos cristianos (del maestro Eckhart, teólogo y filósofo del siglo XIII/XIV, por ejemplo), el color del edificio más sagrado del Islam (la Kaaba de la Meca) y Freud, cuando habla de psicoanálisis, se refiere a la mujer utilizando el término “continente negro”.
- Segunda: escribir negro sin comillas no es razonar en estéreo sino en mono, como en los monoteísmos. Sin embargo, todo razonamiento mono no puede sino ser binario (negro/no-negro) y hundirse en el maniqueísmo. Porque ¿de qué “negro” hablamos cuando hablamos de color? Yo he decidido razonar en estéreo. El negro, en cuanto color tiene más de cincuenta matices, como magistralmente ha demostrado el pintor Pierre Soulages, por ejemplo.
- Tercera: aquí se plantea la pregunta ¿a qué tono de negro nos referimos cuando hablamos de o escribimos sobre el “negro” o los “negros”, al referirnos a los seres humanos? Cuando se razona en estéreo como el comentador político sudafricano Peter Abrahams y se ha comprendido que rojo es el color de la sangre de los negros, ya no es posible escribir negro o negros sin comillas; porque sería ir en contra de la lógica y de la razón. Y más: desde la antigüedad griega hasta nuestros días, tanto el color negro, como los seres humanos denominados “negros”, han sido desacreditados a través de múltiples y diversas cargas negativas. Poner, pues, comillas es atraer la atención sobre algo que no viene dado; es una invitación a hacerse preguntas, a comprometerse con el laborioso y largo trabajo que requiere la deconstrucción de nuestras representaciones sociales.
—¿Cree usted que sin las religiones el racismo estaría menos extendido?
- Las relaciones entre racismo y religión son históricas y complejas. Sin embargo, pienso que sí, que sin las religiones -las monoteístas, claro está- el racismo se hubiese extendido menos. Lo que siempre ha caracterizado las religiones monoteístas es el proselitismo, a la vez consensual y violento, cercano y lejano, amparado bajo el manto de la ficción de la pureza. Pureza de los creyentes, pureza de la raza, pureza de la sangre. Por ejemplo, en la España a caballo de los siglos XV y XVI, o sea al final de la reconquista, tanto los judíos como los musulmanes son sometidos a un dilema en nombre de la religión cristiana: convertirse al cristianismo o abandonar el reino. Y mientras Cristóbal Colón “descubría” América en 1492, preparando así el terreno a Hernán Cortés, el reino de España expulsaba a los judíos ese mismo año y luego a los musulmanes en 1502. Menos mal que, en 1550 y 1551, Bartolomé de las Casas, hombre de la iglesia, estaba en Valladolid, en nombre de la humanidad y en defensa de los “indios”, solo ante Sepúlveda y la iglesia. Por otra parte, el racismo perdurará mucho tiempo entre los “viejos cristianos” de “sangre pura” y los “nuevos cristianos” (judíos y musulmanes conversos) de “sangre impura”.
- En cuanto a los “negros”, Lluís Sala-Molins a mostrado abundantemente cómo las religiones, la cristiana sobre todo, han tomado como fundamente religioso e ideológico el libro del Génesis para esclavizar la población africana (el Código negro o el calvario de Canaán)
—¿Prevé un futuro en el cual los “negros” no sean ya los condenados de la tierra? ¿Y ese futuro depende, como apunta usted, de un cambio de actitud de los negros hacia sí mismos, o bien sin la toma de consciencia de los “no negros” no habrá nada que hacer?
- ¿Un futuro en el que los “negros” no sean los condenados de la tierra? Estoy tentado de contestar afirmativamente. Mirando hacia el pasado, la paleontología nos enseña que Lucía tanto como Toumai que la destronó, proceden del África “negra”, como todos los hombres de hace dos millones y medio de años. ¡Así hasta que se demuestre lo contrario somos todos, tengamos el color de epidermis que tengamos, africanos! Y hasta de la misma familia puesto que no hay más que una raza (Unicef, 1964). Cuando miramos al presente, los “negros” están en todas partes en el planeta Tierra y han marcado positivamente la historia en todos los dominios del saber; del saber hacer y del saber estar (Nelson Mandela, por ejemplo). Están presentes entre las élites, las clases medias y las populares. En este presente de mundialización y mestizaje, los “negros” que rompen los barrotes de sus prisiones identitarias son cada vez más numerosos. Los “negros” ya no son los únicos condenados de la tierra. Los Palestinos, esos apátridas, ¿acaso no son condenados de la tierra? Los kurdos, esos apátridas, ¿no son condenados de la tierra? Y cuando vemos en las manifestaciones abigarradas de Black Lives Matter personas de todas las edades y de todos los colores, es el futuro que ya está presente. El cambio de actitud de los “negros” hacia sí mismos, tanto como la toma de conciencia de los “no negros”, son condiciones imperativas para acelerar el paso de la marcha hacia un futuro sin condenados de la tierra (ya sean palestinos, kurdos, “negros”, etc…). A lo largo de la historia siempre ha habido “no negros” al lado de los “negros”, porque el humano es fundamentalmente estéreo, a pesar de su auto domesticación al pensamiento mono. Vean lo que estamos llegando a hacer todos juntos: usted, el equipo al cual pertenece, Dalikou, Sala-Molins, etc…).
- Termino con una cita de Martin Luther King: “Tenemos que aprender a vivir juntos como hermanos, si no moriremos juntos como idiotas”. (Discurso del 31 de marzo de 1968).
SER, SENCILLAMENTE por Louis Sala-Molins
Bassidiki Coulibaly obtuvo un día el doctorado en Filosofía defendiendo con elocuencia su tesis sobre Sartre; o, lo que es lo mismo, fue un buen alumno del mal maestro.
Cuando, como él, desciendes de un linaje de herreros burkineses, esos formidables transmisores del fuego al hierro y a la tierra, del mundo de los ancestros al de los vivos de hoy, para culminar en filósofo detractor de todos los colonialismos, cantor de Fanon y otros rebeldes con un corazón que se te sale del pecho, una elección radical se impone. Bien, para tratar de hacerte un hueco al sol —cosa en verdad harto difícil cuando no eres precisamente lo que se dice «un hombre de bien», reniegas del linaje y abjuras del filósofo luciendo una máscara blanca sobre la piel negra y pones por delante la gracia constante de las frases redondas de la historia, o de las historias, como es menester contarlas y escribirlas; bien pasas dogmas, opiniones y comportamientos por el aire abrasador de la fragua y muestras sin máscara, la cara al viento, más que una fidelidad, una carnal hermandad de armas con Sartre —el heraldo de Fanon— y con el Fanon de los «condenados de la tierra».
Si rebuscamos bien, hallaremos alguna traza de sumisión, de primacía, en «fidelidad». Muy escasa en Bassidiki Coulibaly, a quien sumisiones y primacías irritan, en quien habita el sentimiento de fraternidad; sentimiento que tan bien se corresponde con esta iridiscencia del amor bohemio cuyo aliento Bassidiki Coulibaly anhelaría ver triunfar sobre los batallones blindados de la «razón».
Louis Sala-Molins
DE LA INTRODUCCIÓN DE BASSIDIKI COULIBALY:
Ante la pregunta «¿se puede vivir sin identidad y sin pasado?», muchos se mofan, mientras que otros se quedan sin voz. Es cierto que, de entrada, la pregunta puede sorprender e incluso desestabilizar, porque, si bien los historiadores nos martillean con que es imposible vivir sin pasado y los magistrados nos conminan a revelar nuestra identidad, la sociedad nos inculca que ella no es más que un bosque denso cuyos árboles genealógicos se componen, cada uno, de varios individuos en guisa de ramas. Todo esto casa con cierta realidad que no ha de confundirse con la realidad.
Lo desconocido es la realidad de cualquier encuentro. A priori, solo podemos formarnos ideas (prejuicios, juicios, etc.) sobre el otro, pues la identidad, el pasado y la personalidad solo se conocerán, llegado el caso, a posteriori. En cada encuentro hay química o no, y las cuestiones de la identidad, el pasado o la personalidad son lo de menos. Aunque existen tantos casos como encuentros, solo abordaremos los dos más clásicos: cuando hay química y cuando no la hay.
El flechazo es el paradigma del mejor de los dos casos. Los individuos que reciben en pleno corazón la flecha de Cupido no tienen tiempo que perder con cuestionamientos sobre la identidad, el pasado, el árbol genealógico y la personalidad del ser amado. Cuando irradias amor, aceptas al otro de pies a cabeza, en la más absoluta ignorancia del quién, el porqué y el cómo; sus virtudes saltan a la vista, sus defectos permanecen ocultos. El cineasta finlandés Aki Kaurismäki nos lo muestra con belleza y maestría en Un hombre sin pasado; nos muestra también que es posible (pero no fácil) vivir sin identidad y sin pasado, a escala individual, lo que relativiza indiscutiblemente el discurso de Elie Wiesel, según el cual «Es peor vivir sin pasado que sin futuro». Es cierto que el actor Markku Peltola, conocido como «el hombre sin pasado», después de recibir una brutal paliza propinada sin motivo aparente por tres maleantes, logra sobrevivir amnésico (sin identidad y sin pasado) gracias a la mano tendida de Kati Outinen, conocida como «la voluntaria del Ejército de Salvación», junto a quien Peltola encuentra el amor. El amor lo puede todo, lo sabemos.
Pero ¿qué sucede cuando no hay química? ¿Qué sucede en el peor de los casos, siendo el peor de ellos la existencia de quienes viven con el estigma de ser «negros»? En otras palabras, cuando uno es «negro», ¿tiene derecho a un pasado distinto al del «no negro» (ya sea árabe-bereber o blanco)? ¿Qué identidad puede reclamar uno cuando es «negro» y se llama Toussaint Louverture, Ahmad Baba, Behanzin, Malcolm X, Elijah Muhammad, Aimé Césaire, Cheikh Anta Diop, Edson Arantes do Nascimento, más conocido como Pelé? ¿Tienen derecho esos a los que seguimos llamando «hombres de color», «nègres», «negros», «black» a un reconocimiento que no sea el heredado, visible, condensado y anclado en la marca somática?
En una época en la que algunas personas moldean su cuerpo a placer gracias a eso que el sociólogo David Le Breton ha llamado Signes d’identités. Tatouages, piercing et marques corporelles (2002), otras mueven cielo y tierra para procurarse agentes corrosivos que les despigmenten la piel. El negro-americano (ahora gris) Michael Jackson es la punta de lanza de esos «negros» que ya no quieren ser «negros» o, por lo menos, quieren ser menos «negros». El asunto parece anecdótico, pero en el fondo revela la situación dramática, confusa y compleja de «los negros».
EL COLOR DEL MUSEO
¿Principio del fin del relato blancocéntrico?
Mireia Sentís*, Le Monde Diplomatique en español, marzo 2019
Barack Obama inauguró en el otoño de 2016 el Museo Nacional de Historia
y Cultura Afroestadounidense (NMAAHC, siglas en inglés), un museo que
cubre una deuda histórica y que forma parte de la Smithsonian Institution.
Ahora bien, ¿habría que considerar el NMAAHC como un triunfo del multiculturalismo
o como una culminación de la doctrina “separados, pero
iguales”? En principio, todo lo que alberga debería haber sido absorbido
por diferentes entidades del propio Smithsonian dedicadas al arte, la historia
o la ciencia. Como no ha sido así, subsiste una tensión entre
las comunidades minoritarias y la cultura dominante. Mientras una parte
de Estados Unidos reconoce, aunque sea tardíamente, la relevancia de su
historia negra, otra recudrece su rechazo hacia todo lo que no sea blanco.
“La historia estadounidense es más larga,
más ancha, más variada, más bella
y más terrible de lo que nunca haya
dicho nadie sobre ella”.
ASÍ REZA UNA DE las muchas citas que pueden leerse en las paredes del National Museum of African American History and Culture (NMAAHC). Lástima que su autor, el brillante James Baldwin (1924-1987), no haya podido comprobar que en las salas de este edificio, la historia es contada esta vez por el propio colectivo que en su época no había obtenido aún el reconocimiento necesario para narrarla en sus propios términos.
La historia de la esclavitud no es solo la recogida de algodón, sino la construcción de puentes, canales, ferrocarriles, universidades.
Ninguna guerra –sean las llamadas Indian Wars, la de Independencia, la de Secesión, las mundiales, la de Vietnam o la de Corea–, ninguna conquista –del Oeste, del Espacio– se han llevado a cabo sin el concurso de esa parte de la población. Los museos, en definitiva, son instituciones que guardan la memoria de la humanidad. Albergan
el alma de las sociedades, su conciencia cultural, y ponen en perspectiva el paso del tiempo. Tienen que ser agentes de cambio, instrumentos de progreso y, por eso mismo, deben llamar la atención sobre los hechos decisivos. En septiembre de 2016, durante la ceremonia de apertura del NMAAHC, George W. Bush, que
trece años antes había firmado el acta que daba luz verde a su creación, declaró: “Este museo demuestra
el compromiso de nuestro país con la verdad. Una gran nación no esconde su historia. Encara sus fallos y los corrige”. Cuando Barack Obama, entonces presidente en funciones, subió al estrado, se hizo eco de las palabras de Bush –manifestando que la existencia del museo no era prueba de que América fuese perfecta, pero ratificaba
las ideas de los fundadores de un país nacido de la revolución– y añadió que la historia no está completa, sino que el museo serviría de lugar de reflexión en el camino hacia la libertad. La última parte del mensaje es especialmente reveladora, tanto en 2016, cuando ya estaba en marcha el grupo de protesta civil más importante de nuestros días –Black Lives Matter (Las vidas negras importan)(1)–, como ahora, a la luz del actual presidente. El camino ha sido largo y seguirá siéndolo.
Mientras una parte de Estados Unidos reconoce, aunque sea tardíamente, la relevancia de su historia negra, otra recrudece su rechazo hacia todo lo que no sea blanco. W. E. B. Du Bois se preguntaba en 1897: “¿Qué soy realmente? ¿Soy americano o soy negro? ¿Puedo ser ambas cosas?”. Del otro lado de “la línea del color”, esta pregunta no interesaba; la cultura negra, sus símbolos colectivos de identidad y memoria, había quedado prácticamente excluida de cualquier consideración oficial. Fueron sus propios representantes los encargados de
fundar escuelas, bibliotecas, universidades y medios de prensa con recursos propios o recaudados entre particulares blancos. Hoy día, los testimonios de la historia y la cultura afroamericanas ocupan uno de los edificios situados en el National Mall, la imponente avenida que se extiende entre el Lincoln Memorial y el Capitolio, y alberga once de los diecinueve museos que integran la Smithsonian Institution.
Para entender el camino recorrido hasta lograr que la historia afroamericana se halle ampliamente representada a escala nacional, hay que remontarse a la época de la esclavitud, cuando se registraron los primeros esfuerzos por conservar objetos de todo tipo: libros, muebles, dibujos, bordados... Cuando la esclavitud fue abolida en el Norte,
los esclavos liberados prosiguieron con más energía esa labor, y algunos reunieron bibliotecas de cierta envergadura. Frederick Douglass (1818-1895) poseía la más importante. La de William Wells Brown —contemporáneo de Douglass e iniciador de la historia afroamericana— era también renombrada, pero fue pasto de las llamas tras su fallecimiento. La del puertorriqueño Arturo Alfonso Schomburg (1874-1938) dio origen a la biblioteca pública de Harlem que lleva su nombre, el centro de investigación más importante de la cultura negroestadounidense. Simultáneamente fueron inaugurándose en el Norte algunas universidades negras –la primera se remonta a 1837, gracias a un filántropo cuáquero de Pensilvania– que de inmediato crearon bibliotecas y coleccionaron objetos.
La derogación de la esclavitud no tuvo como consecuencia el derecho al voto ni la igualdad prometidos. Mientras el Sur erigía monumentos a militares confederados, el Norte no promovió ningún reconocimiento a los afroamericanos que participaron en la Guerra de Secesión. Hasta 1923, la comunidad negra no presentó un primer proyecto para la construcción de un edificio que recogiera sus aportaciones a las artes plásticas y escénicas,
las letras, la música, la industria, la ciencia y la educación. En 1929 se logró que el Congreso aprobara
una comisión. El acta fue firmada por el presidente Coolidge el último día de su mandato. Su sucesor, Hoover, designó para el comité a gente de relevancia como Mary McLeod Bethune –activista que sería más tarde
consejera de Franklin D. Roosevelt–, Mary Church Terrell –una de las fundadoras en 1909 de la NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, siglas en inglés)– o el arquitecto Paul Revere Williams. Pero el escaso entusiasmo del Congreso y, sobre todo, el Crac del 29 paralizaron el proyecto, al que se perdió la pista hasta 1968, cuando un grupo del que formaban parte el jugador de béisbol Jackie Robinson y el
escritor James Baldwin –quien en su discurso de apoyo declaró que la iniciativa era igualmente necesaria
para los blancos: “Mi historia es también la vuestra”– promovieron un proyecto de ley que fue
rechazado por el Congreso. La idea no resurgió hasta mediados de la década de 1980, gracias sobre todo a John Lewis, congresista demócrata y héroe de la lucha por los derechos civiles. El propio Smithsonian admitió la inexistencia de “una sola institución dedicada a los afroamericanos que coleccione, analice, investigue y organice exposiciones a nivel de los mejores museos dedicados a otros aspectos de la vida americana”.
Tras casi dos décadas de negociaciones, bloqueos y nuevas conversaciones, el entonces
presidente George W. Bush, firmó la ley que autorizaba el establecimiento oficial de un museo nacional
de la cultura afroamericana. En 2005 fue designado como director el historiador Lonnie Bunch. Su colega John Hope Franklin, autor de From Slavery to Freedom, libro que no ha dejado de actualizarse desde su aparición en 1947, también se comprometió a fondo en el proyecto, hasta su muerte en 2009, año en que fue elegido el
estudio de arquitectura del tanzano-ghanés-británico David Adjaye como responsable de su construcción.
En otoño de 2016, en compañía de Bunch, Lewis, Bush y un grupo de ilustres donantes, Obama inauguró el museo. Al cabo de un siglo de vicisitudes, se había hecho realidad en un terreno de cinco hectáreas muy próximo al National Museum of American History. A diferencia de otras sedes del conglomerado
Smithsonian, solo la mitad –270 millones de dólares– de su coste total ha sido sufragada con fondos
federales, debido a la oposición de políticos como Jesse Helms, que pronosticaban, además de la insostenibilidad del museo a causa del escaso público que atraería, una avalancha de demandas de otras comunidades reclamando un museo similar consagrado a su historia. Fue necesario recaudar una importante cantidad de dinero privado a base de grandes donaciones –la mayor contribución fue los 21 millones de dólares aportados
por la presentadora y productora de televisión Oprah Winfrey– y de modestos donativos de diez
dólares aportados por multitud de ciudadanos (2).
Una prueba añadida de la singularidad del NMAAHC es el hecho de no haber sido creado sobre la base de una colección, sino a través de una vasta recogida de objetos y documentos emprendida
en 2008 por un equipo de comisarios y conservadores, y seleccionados luego por grupos de
expertos. Componen sus fondos 40.000 piezas, de las que se hallan expuestas alrededor del 10%. Su aspecto externo también contrasta con el de otros edificios Smithsonian, generalmente neoclásicos y de tonos grises. Recubierto con una rejilla de aluminio color bronce, cambia en función de la luz: oscuro, los días cubiertos; luminoso, los soleados. El entramado de la rejilla recuerda los balcones de las viviendas sureñas, donde los afroamericanos esclavizados desarrollaron su arte como herreros y ebanistas. La celosía de la fachada proporciona una iluminación interior matizada y envolvente, a través de la cual pueden distinguirse el obelisco en honor de George Washington, los monumentos a Lincoln y Jefferson, el edificio del Congreso, los Archivos Nacionales, la Casa Blanca. “Ningún corte es puramente estilístico. Todos obedecen a una voluntad de hacer presente la Historia que hay no solo dentro del museo, sino en su entorno”, explicaba Adjaye. La estructura
se inspira en las esculturas de madera del artista yoruba Olowe de Isa (1873-1938), una de las cuales
representa una figura con una corona de tres módulos a modo de pirámides superpuestas e invertidas,
como la silueta del museo. Sin embargo, aunque aparenta albergar tres, el edificio tiene en realidad siete pisos, dos de ellos subterráneos.
Mientras que el National Museum of the American Indian muestra la cultura nativa sin analizar el genocidio del que fue víctima, el NMAAHC relata sin tapujos la violencia que se halla en la base misma de la formación de Afroamérica y continúa amenazándola. Una narrativa compleja y difícil, que solo es posible enfocar reflejando otros aspectos de su experiencia: las luchas de resistencia, los vínculos comunitarios, el valor, la creatividad, el compromiso con su propio país, e incluso el optimismo con el que hicieron y hacen frente a su historia. Los objetos expuestos han sido seleccionados con esa finalidad. La visita se inicia por la planta más baja del subsuelo, con la crónica de la esclavitud en África y Europa durante el siglo XVI; las cifras respectivas de cada país en el negocio de la trata de personas esclavizadas no son fáciles de digerir. Vemos objetos, documentos e instalaciones correspondientes al periodo. Si los grilletes, instrumentos de tortura o terminología mercantil dejan sin aliento, la estatua del presidente Jefferson contra un muro en cuyos ladrillos están inscritos los nombres
de sus esclavos es una llamada de atención no menos poderosa. En una pequeña sala oscura dedicada
a la época de segregación, se muestra una de las piezas fundamentales del museo: el ataúd abierto de Emmett Till (3) El silencio en que los visitantes habían discurrido hasta aquí, se rompe con el sonido de algún llanto. En contrapartida, el acceso a los años de los derechos civiles se encara con alivio: principio del fin de una opresión tenaz, eclosión del orgullo negro, del “Black is Beautiful”, de los Black Panthers. Se hace evidente la mezcla
de cultura y política. A medida que ascendemos, la experiencia se acelera: presentaciones interactivas, objetos familiares a nuestra memoria fotográfica –un vagón “solo para negros”, el avión de los primeros pilotos afroamericanos de Tuskegee, el Cadillac rojo de Chuck Berry– o directamente contemplados: la trompeta de Miles Davis, la nave espacial con la que Sun Ra aterrizaba en sus conciertos, un vestido de Michelle Obama. El efecto
reparador es deliberado, pues la música –que cuenta con una extensa sección– resuena en todas las salas dedicadas a la historia reciente. Deportes, arte, política, cine, televisión; a medida que se incrementa la velocidad, la historia se vuelve más confusa, como los hechos que acontecen fuera del museo.
“Perderse es el camino”, dice un proverbio africano.
Uno de los aciertos del recorrido, imposible de asimilar en una sola visita, es dejar claro que la historia sigue abierta y que, si bien se han registrado avances –la presidencia de Obama sería el punto
álgido–, persisten problemas tan graves como la encarcelación masiva, evocada aquí mediante
una antigua torre de vigilancia de la prisión Angola, Luisiana, o las luchas del colectivo Black Lives Matter, surgido a raíz de un incidente similar al de Emmett Till: el asesinato de Trayvon Martin, un joven de 17 años que no iba armado, a manos de un vigilante que fue absuelto por los jueces.
Salimos pensando que tal vez la hipótesis atribuida a Darwin según la cual la repetición de la Historia es uno de los errores de la Historia, sería más exacta formulada de este modo: “La repetición de la Historia es uno de los errores del ser humano”. Para personas occidentales blancas no estadounidenses, la visita al museo funciona como un despertador. Si la sociedad del bienestar ha sido erigida sobre el comercio del algodón, el café, el tabaco, el azúcar y la mano de obra barata y a menudo sometida, ¿no debería tener cada país –España, Portugal, Inglaterra, Francia, los Países Bajos…– su propio museo nacional sobre la incidencia de las culturas africanas en la suya? O mejor: ¿no tendrían que estar incorporadas por derecho propio a nuestros programas de estudios y museos? Nunca fueron del todo blancas nuestras sociedades, y van camino de serlo aún
menos. Sin embargo, dentro de todas ellas, las relaciones raciales han sido siempre dificultosas. Y no mejorarán, como apunta Robin Diangelo en su libro White Fragility, mientras los blancos no reconozcamos nuestro supremacismo, es decir, que hemos establecido como norma universal la nuestra, y mientras no comprendamos que solucionar la pobreza no significaría solucionar el racismo.
¿Habría que considerar el NMAAHC como un triunfo del multiculturalismo o como una culminación
de la doctrina “separados, pero iguales”? En principio, todo lo que alberga debería haber sido absorbido por diferentes entidades del propio Smithsonian dedicadas al arte, la historia o la ciencia. Como no ha sido así, subsiste una tensión entre las comunidades minoritarias y la cultura dominante. En 1908, Israel Zangwill, inmigrante rusojudío, estrenó con enorme éxito en Broadway The Melting Pot, una obra de teatro que determinó
la narrativa socio-político-cultural blancoamericana del siglo XX: la asimilación. Los diferentes inmigrantes europeos se fundirían en una sola cultura que daría como resultado una nueva identidad estadounidense. En 1986, George C. Wolfe estrenó en Manhattan The Colored Museum, una
sátira ambientada en un museo y cuyo tema es el de la identidad afroamericana. Entre ambas obras, separadas por un intervalo de ochenta años, la sensibilidad del país había dado un giro de 180 grados. En la década de 1980 quedó patente que no existía ni existiría una sola forma de ser estadounidense, sino que era posible serlo por diferentes vías: latina, asiática, nativa, afro. En la avanzadilla del multiculturalismo, el grupo formado por el afroamericano Ishmael Reed, el chicano Rudolf Anaya, el puertorriqueño Víctor Hernández Cruz y el asiático Shawn Wong, afirmaba: “Multiculturalismo no es la descripción de una categoría,
sino la definición de todo americano”. El multiculturalismo desencadenó las llamadas “Culture Wars” o luchas por definir la identidad estadounidense. Y cada grupo quería ser reconocido por sus diferencias, fuesen nativos, hispanos o feministas negras, rebautizadas womanists, según el término acuñado por Alice Walker. En 1985, la
Universidad de California informó de que, por primera vez, menos de la mitad de los estudiantes
matriculados ese año eran blancos.
Las diversas etnias, con sus particulares estéticas y propuestas, comenzaron a exigir representación
en los museos. En 1972, los miembros del colectivo chicano ASCO tuvieron noticia de que el director del LACMA (Los Angeles Museum of Modern Art) había declarado que las actividades artísticas desarrolladas por el grupo no eran arte y que nunca serían aceptadas en un museo de primera línea. Al día siguiente, cada uno de sus integrantes rotuló su firma en los muros del LACMA, demostrando así que ya habían entrado en el circuito. Cuarenta años después, el museo organizó una gran retrospectiva de ASCO.
Demos un salto atrás. En 1968, el MoMA (Museum of Modern Art) inauguró una exposición dedicada a la memoria de Martin Luther King. Ningún artista afroamericano fue invitado. La protesta del colectivo negro dio como resultado la inclusión, en una sala aparte, de algunos de sus representantes. Días después, el Whitney Museum of American Art presentó una amplia exposición de pintura y escultura centrada en la década de 1930. Los artistas
negros brillaban nuevamente por su ausencia. A raíz de ello, la revista Artforum reunió a varios creadores para comentar la situación. El resultado fue la organización de una exposición –en el Studio Museum in Harlem, que actualmente está siendo rehabilitado por David Adjaye– titulada Invisible Americans: Black Artists of the 1930’s. Simultáneamente, un grupo de treinta artistas encabezado por Faith Ringgold inició una serie de acciones –piquetes en la entrada de los museos– que a lo largo de dos años visibilizaron las políticas de exclusión de tres grandes instituciones artísticas: el Metropolitan, el Whitney y el MoMA. Este último inauguró en 1969 Harlem on my Mind: The Cultural Capital of Black America 1900-1968. Fotógrafos, cineastas, músicos, pero ningún pintor. Las protestas llevaron a una solución paradójica: la incorporación de pintores/as en paneles de discusión. Podían opinar, pero no exhibir. La poeta Audre Lorde escribió en Sister Outside (1984): “Carecemos de pautas para relacionarnos como iguales por encima de nuestras diferencias. Estas diferencias han sido mal formuladas, mal utilizadas y puestas al servicio de la separación y la confusión”. Las políticas culturales constituyen un terreno de resistencia tan importante como el voto.
En 1990, se celebró en Nueva York una gran exposición titulada The Decade Show: Frameworks
of Identity in the 1980’s, coproducida por tres instituciones: New Museum, Museum of Contemporary
Hispanic Art y Studio Museum in Harlem. Incluía doscientos trabajos de noventa artistas pertenecientes a distintas disciplinas y tradiciones culturales. En ella quedaba de manifiesto que la visión de la identidad era distinta para cada grupo, e incluso para cada individuo. Era el momento de aceptar el multiculturalismo o ser considerado “políticamente incorrecto”. Este concepto fue retomado por quienes lo rechazaban –los eurocéntricos
recalcitrantes– y reutilizado para acusar a sus defensores de propagandistas e intolerantes. Las guerras culturales se renuevan sin tregua; aunque se acepte que la noción de raza carece de fundamento biológico, permanece como un hecho inamovible de la vida estadounidense, al igual que la blanquitud sigue constituyendo una norma tan omnipresente que raramente se menciona.
Las minorías siempre han encontrado fisuras por donde infiltrarse. Mucho antes de la existencia del museo de Washington, diversos grupos y entidades se preocuparon de recopilar y preservar el legado afroamericano. El primer espacio museístico fue abierto en la Universidad de Hampton, Virginia, en 1868. Un siglo después se contaban alrededor de treinta, casi todos localizados en los HBCU (Historically Black Colleges and Universities). En 1991, existían centenar y medio de centros repartidos por 37 Estados. Su número no ha dejado de crecer. Organizan exposiciones temporales, talleres, conferencias, conciertos. Muchos de ellos se concentran en episodios históricos concretos. El WGPR-TV (Detroit, 1975) está dedicado a la primera estación de televisión dirigida por afroamericanos. El African American Museum (Filadelfia, 1976) repasa el movimiento abolicionista. El Apex Museum (Atlanta, 1978) interpreta la historia norteamericana desde la perspectiva negra. El Philip
Randolph Pullman Porter Museum (Chicago, 1985) se estructura alrededor de la figura de Philip Randolph, organizador del primer sindicato negro, que aglutinaba a los trabajadores ferroviarios de la compañía Pullman. El America’s Black Holocaust Museum (Milwaukee, 1988) se consagra a la historia de los linchamientos. El Negro Leagues Baseball Museum (Kansas City, 1990) ilustra el papel de los afroamericanos en el deporte estrella del país. El Motel Lorraine, donde fue asesinado Martin Luther King, alberga desde 1991 el National Civil Rights Museum, asociado desde hace tres años al Smithsonian. El Brown Versus Board of Education
National Historic Site (Topeka, Kansas, 1992) conmemora una sentencia judicial de 1954 que puso
fin a la segregación en las escuelas públicas. El African American Firefighter Museum (Los Ángeles, 1997) recuerda el papel de los bomberos negros, segregados durante mucho tiempo. El International Civil Rights Center Museum (Greensboro, Carolina del Norte, 2001) relata las luchas por los derechos civiles; en la cafetería del edificio –un antiguo almacén Woolworth– comenzaron en 1960 los sit-ins, cuyas imágenes dieron la vuelta al mundo; su larga barra constituía la pieza principal del museo antes de ser donada al de Washington. El
National Center for Civil and Human Rights (Atlanta, 2014) fue impulsado por figuras de los derechos
civiles como Andrew Young, John Lewis y la viuda de Ralph Abernathy. El Tuskegee Airmen National
Museum (Tuskegee, Alabama, 2014) custodia la memoria de un escuadrón de pilotos negros. The
Legacy Museum (Montgomery, 2018) rememora la historia afronorteamericana desde la esclavitud hasta el encarcelamiento masivo (4). Desde 2013 se está trabajando en el National Museum of African American Music, que se abrirá en Nashville este año. Además, existen centros como el Muhammad Ali y el August Wilson, o casas/museo donde residieron personajes como Harriet Tubman, Frederick Douglass, Lewis H. Latimer, los hermanos James Weldon y John Rosamond Johnson –autores de Lift Every Voice and Sing, considerado el himno de los derechos civiles–, Mary McLeod Bethune, Louis Armstrong, Arna Bontemps, Martin Luther
King… O monumentos como el African American Burial Ground de Manhattan, construido en 2006
sobre el mayor cementerio negro de esclavos y libertos, donde fueron sepultados unos 15.000 cadáveres
durante los siglos XVII y XVIII.
En diciembre de 2018, a pocos kilómetros de Bruselas, reabrió sus puertas el Museo Real de África
Central, ahora denominado AfricaMuseum. Dedicado a la mayor gloria del rey Leopoldo II, que consideraba el Congo su coto privado, y a cantar las excelencias del colonialismo, ha invertido cinco años en reorientar su rumbo y proponer una nueva visión del colonialismo belga como un episodio cruel, inmoral y depredador. ¿Un signo más de que asistimos al principio del fin del relato blancocéntrico?
© Le Monde Diplomatique en español
(1)Véase Mireia Sentís, “No puedo respirar”, Le Monde diplomatique en español, abril de 2017.
(2) El más visitado de Estados Unidos es el Air and Space Museum, que atrajo siete millones de personas en 2017. El NMAAHC ocupó la novena posición, con dos millones y medio de visitantes. Ambos están ubicados en Washington D.C. y pertenecen al conglomerado Smithsonian. Los museos de la capital son los únicos del país
a los cuales se accede gratuitamente. Aun así, han de recaudar suficiente dinero para que solo una parte de los costes recaiga sobre el gobierno federal.
(3) Emmett Till (1941-1955), nacido en Chicago, pero de vacaciones en el Sur, fue linchado y arrojado al río Misisipi, con el pretexto de haber silbado a una mujer blanca. Aunque se supo que los asesinos eran el marido y el hermano de la mujer, no fueron inculpados. En el funeral, su madre dejó el féretro abierto para mostrar hasta
qué punto su cuerpo había sido desfigurado. La imagen fue uno de los detonantes de las luchas por los derechos civiles. En 2008 se reabrió el caso —la mujer reconoció haber mentido— y Emmett fue exhumado y enterrado de nuevo. La familia Till donó el ataúd original al Museo.
(4) Angela Davis divide la historia negra estadounidense en tres trágicos periodos: la esclavitud, la segregación y la actual encarcelación masiva.