Los 548 días que una niña sefardí vivió oculta de los nazis en una habitación, por Manuel P. Villatoro

ABC, lunes 16 de octubre de 2023

Rosina Asser Pardo, la Ana Frank griega, describió en un pequeño cuaderno las jornadas de privaciones y pavor que pasó con su familia

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Rosina Asser Pardo, la Ana Frank griega, describió en un pequeño cuaderno las jornadas de privaciones y pavor que pasó con su familia.

 

 

 

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Rosina Asser Pardo, la Ana Frank griega, describió en un pequeño cuaderno las jornadas de privaciones y pavor que pasó con su familia.
548-días-bajo-un-nombre-falso
Presentación de "548 días bajo un nombre falso. Un diario sefardí del Holocausto".
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"Escribir la memoria. Un diario sefardí del Holocausto", por Álvaro García Marín en la Universidad Complutense de Madrid.

LA TRAGEDIA DE LOS SEFARDÍES DE SALÓNICA

 

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Tesalónica: judíos por la calle identificados con la estrella amarilla.

Cuando llegamos a Atenas, nos repartimos por las casas de varios amigos cristianos, porque se esperaba que los alemanes entraran en la capital, y el peligro no había pasado del todo. En junio de 1944, nuestra hija estaba con una familia en Heraclio, y mi marido y yo vivíamos con nuestro hijo pequeño en casa de una familia en el centro de Atenas. No parábamos de decir que convendría mandar al niño con unos amigos de Kifisiá, pero no acabábamos de decidirnos porque estaba enfermo y necesitaba nuestros cuidados. El 6 de junio de 1944, el Desembarco de Normandía dio alas a nuestras esperanzas. Tal vez los aliados llegaran también aquí, pero por otro lado Kifisiá estaba al lado de Tatoi. ¿No sería más prudente quedarnos al niño? No obstante, la semana siguiente los alemanes detuvieron a muchos judíos en Atenas (que llevaba ya un tiempo en su poder) y la familia que nos ocultaba dejó de inspirarnos confianza. Empezamos a obsesionarnos con la idea de que nos podían delatar. El 11 de junio le dije a mi marido que lo mejor era que me marchara yo con el niño. «Espérate a que pase la noche», me contestó. Pero aquella noche no pasó. El 11 de junio de 1944 vinieron los alemanes y nos detuvieron a mi marido Beni, a mi hijo Nicos y a mí. Nos metieron en un furgón de policía al descubierto. Al pasar por Omonia, mi hijo Nicos se moría de vergüenza. «Qué vergüenza, mamá, que nos lleven así». «No, no es ninguna vergüenza», le contesté yo, «no hemos hecho nada malo». Nos llevaron a los calabozos de la calle Merlin, y desde allí a Jaidari. Recuerdo que mientras estábamos en Jaidari trajeron a los judíos de Corfú. Venían en unas condiciones lamentables: viejos, jóvenes, mujeres, niños y bebés. Nos metieron a todos en los mismos vagones. Nuestro transporte salió de Atenas el 21 de junio de 1944. La ironía trágica es que quedaban menos de cuatro meses para la liberación de Atenas. Montamos en el último vagón. Por eso el hermano de Nina Uziel pudo saltar en marcha y escapar. Viajamos de pie en aquel vagón durante nueve días. Éramos siete mujeres con niños: Ida Ángel con un niño de nueve años; Victoria Cohen con un bebé de ocho meses; Nina Uziel con un bebé de ocho meses; Rachel Strugu con un niño de trece años; Vilna Schiffer con un niño de ocho años; Lena Salmona con un niño de dos años y yo, Claire Altsech, una de las cuatro hijas del doctor Matalón de Salónica. Mi hijo Nicos tenía entonces nueve años. Llegamos a Birkenau el 29 de junio de 1944. Estaba anocheciendo cuando el tren se detuvo en lo que nos pareció un lugar siniestro. Al bajarnos, un hombre que hablaba griego se nos acercó y se presentó: Benveniste, de Salónica. No lo conocíamos. Nos dijo que debíamos entregarles los niños a las mujeres mayores, que la Cruz Roja se haría cargo de ellos. Le hicimos caso porque nos pareció razonable. Aunque nos costara separarnos de ellos, los niños debían salvarse. A nosotras nos sometieron al procedimiento habitual: ducha, corte de pelo, tatuaje del número en el brazo. Dormimos en los famosos barracones de hormigón. A la mañana siguiente, al salir del barracón, lo primero en lo que pensé fue en mi hijo Nicos. Vi a un preso cavando. Era francés. Le pregunté: ¿sabes dónde están los niños? ¿Dónde podemos verlos?, y él, impasible, se volvió y me dijo con sarcasmo: «¿Ve usted esas llamas que salen de la chimenea? Pues ya ha salido por ahí». No he visto hombre más cruel ni más cínico en toda mi vida. En aquel instante morí por primera vez. Puede que el hombre que nos dijo que entregáramos a los niños nos salvara la vida a aquellas siete madres. Porque las que no se separaban de sus hijos iban directamente a la cámara de gas. ¿Pero acaso no es preferible morir a vivir con la pena de haber perdido un hijo? A partir de aquel momento, lo único que me mantenía con vida era la idea de que en Atenas me estaba esperando mi otra hija. Por eso, cada vez que llegaba un transporte corríamos a comprobar si venía de Grecia por si habían capturado a mi hija y viajaba a bordo. De ahí que pueda afirmar con toda certeza que el último transporte procedente de Grecia llegó a Auschwitz-Birkenau (los dos campos estaban pegados) en agosto de 1944. No, en aquel infierno de hormigón no se veían niños. Más tarde nos enteramos de la cruda realidad: los mandaban directamente a la cámara de gas con los viejos, los inválidos y las embarazadas. Y hablando de embarazadas, algunas a las que no se les notaba mucho conseguían que los SS no se dieran cuenta y parían dentro del campo. Aquellos bebés —sí, bebés humanos— los ahogaban en un cubo de agua. No, espera: sí que vimos niños de lejos una vez. A los gemelos no los mataban, los tenían en un barracón especial al lado del bloque 10, el de los experimentos. Los utilizaban como conejillos de indias. De todos modos, durante mi estancia en aquellos campos del horror perdí la capacidad de compadecerme de nadie. Volví a Grecia el 25 de agosto de 1945. Fui a comprarme unos zapatos y me acerqué con mi madre a la sinagoga a encender una vela en memoria de mi hijo Nicos, que al día siguiente habría cumplido diez años. Era un niño dulce y cariñoso. Cuando estábamos escondidos aquí en Atenas, veía a los demás niños jugar en la calle y me decía: «Mamá, no me da envidia verlos jugar; yo tengo a mis amigos, que son los libros». Y cuando lo veía triste o agobiado por no poder salir, le cantaba:

Tras la negra tormenta

llegará el sol radiante,

después del cautiverio

vendrá la libertad.

Para Nicos la libertad no llegó nunca. En 1965 regresé a Auschwitz-Birkenau. Un grupo de exprisioneros acudimos a la ceremonia de colocación de la primera piedra del monumento dedicado a las víctimas. Cogí un puñado de cenizas del crematorio donde incineraron a mi hijo y, cuando me muera, quiero que me las echen en la sepultura.

["Entrevista a doña Claire Beza" (1981), recogida en 548 días bajo un nombre falso. Un diario sefardí del holocausto]


EL CUADERNO ROJO DE ROSINA PARDO FRENTE AL HOLOCAUSTO

Añadimos a continuación las primeras páginas del documentado postfacio de Álvaro García Marín:

EL CUADERNO ROJO DE ROSINA PARDO FRENTE AL HOLOCAUSTO

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Portada del Cuaderno rojo en que Rosina Pardo escribió las anotaciones que le sirvieron para escribir 548 días bajo un nombre falso.

Álvaro García Marín
I. Una odisea sefardí: los judíos españoles de Salónica y los Balcanes

La temprana publicación en España del emblemático Diario de Ana Frank en 1955 —tan solo tres años después de su primera edición inglesa y a los ocho años de la aparición del original—, así como su éxito duradero, hacía presagiar que en nuestro país el género de los denominados «diarios del Holocausto» suscitaría a lo largo de las décadas el mismo interés que en otras naciones europeas. Casi setenta años después, sin embargo, podemos afirmar que no ha sido así. Gran parte de estos textos, cuando se han

publicado en español, lo han hecho con un retraso considerable y, por lo general, con escasa repercusión. Tampoco contamos con una tradición de estudios al respecto.

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1937. Rosina posa junto a su abuela Lea (1868-1943), su hermana Lilí y su madre. La abuela Lea sería deportada a Auschwitz en 1943 y asesinada en la cámara de gas nada más llegar. Archivo Víctor Asser.

Es probable que esto se deba a una serie de factores entrelazados. Por una parte, España no participó —al menos no de manera convencional— en la Segunda Guerra Mundial, y por lo tanto nunca sufrió la ocupación alemana ni presenció de cerca las políticas nazis de exterminio sistemático*, lo que ha contribuido a generar la conciencia de que el Holocausto** constituye un fenómeno ajeno a las vicisitudes de su propia historia, marcada en cambio en el siglo xx por la omnipresente Guerra Civil. Por otro lado, en la inmediata posguerra, y por razones obvias, nuestro país no se convirtió —a diferencia de Estados Unidos y algunas naciones de Europa occidental e Hispanoamérica— en refugio de un número significativo de supervivientes que al cabo del tiempo pudieran difundir sus padecimientos en nuestra lengua o desde el interior de nuestra sociedad. Todo ello, sumado al hecho indudable de que durante la primera mitad del siglo xx España carecía de una comunidad judía visible y cuantiosa, y a que las lenguas habladas y escritas por las víctimas europeas del exterminio (sobre todo yidis, alemán, polaco y hebreo) resultaban ajenas e inaccesibles para los hispanohablantes, ha bloqueado el surgimiento de lo que podríamos denominar una «empatía identitaria». En otras palabras, nunca nos hemos sentido unidos a las víctimas judías del exterminio nazi por los lazos, más íntimos que los de la mera humanidad compartida, de una lengua y una nacionalidad común; nunca hemos percibido a las víctimas como nuestras.

* Conviene aclarar, sin embargo, que durante la Guerra Civil España sí sufrió bombardeos indiscriminados contra civiles a cargo de la Legión Cóndor en Guernica, Durango o Almería, entre otros lugares.

**. Existe una amplia controversia acerca de este término, cuya etimología presenta connotaciones indeseables. Véase Odette Varon-Vassard, «Η γενοκτονία των Ελλήνων Εβραίων (1943-1944) και η αποτύπωσή της: μαρτυρίες, λογοτεχνία και ιστοριογραφία», en Η εποχή της σύγχυσης: η δεκαετία του ᾽40 και η ιστοριογραφία, ed. Yorgos Andoníu y Nicos Marandsidis (Atenas: Estía, 2008, pp. 288-313). Asimismo, no deja de ser una etiqueta tardía para unos hechos reconstruidos desde fuera del ámbito de las víctimas y, por tanto, remodelados y reinterpretados en virtud de esta nueva denominación. Se ha propuesto como alternativa el hebreo Shoah, que, sin embargo, no ha calado lo suficiente entre el público no especializado. Personalmente, prefiero referirme al fenómeno como «exterminio» o «genocidio judío», aunque en algunas ocasiones, por mera concesión a la convención, emplearé también «Holocausto».