Coincidiendo con la llegada de la primavera de este 2022, publicamos el último libro de Alia Mamduh, así presentado por su traductor Ignacio Gutiérrez de Terán:

No es una novela fácil de leer ni, menos aún, de traducir este al-Tanki. Tras las huellas de una mujer iraquí de Alia Mamduh. La escritora iraquí afincada en Francia desde hace décadas lleva tiempo experimentando con el idioma árabe, tratando de generar un modo peculiar de expresar su experiencia vital como mujer árabe exiliada que vuelve una y otra vez, paradójicamente, a su país natal. Escribiendo sobre la violencia, las dictaduras y las invasiones que la obligaron a marcharse; sobre la marginación que siguen sufriendo las mujeres en las ciudades y pueblos de Iraq a la sombra del poder omnímodo ejercido por el hombre, el padre, el hermano mayor o el gran líder militar, civil y religioso; o sobre la represión de las libertades básicas, empezando por la de expresión y terminando por la sexual. Todo ello aflora desde la primera página de este pormenorizado relato en torno a una familia iraquí y la calle donde se desenvuelven sus miembros, a despecho de un Bagdad que decae, lánguidamente. Mamduh imprime al texto un destacado marbete ácido y nostálgico a la vez, habitual en novelas anteriores como Naftalina, publicada por ediciones del oriente y del mediterráneo en 2000. En esta ocasión la acidez adquiere un grado de complejidad apreciable porque a un calculado ejercicio de sutileza añade una distorsión lingüística sustentada en un juego capcioso de significados, insinuaciones e imágenes rotas que pueden llevar a confundirnos, en especial si desconocemos la historia reciente de Iraq y la experiencia trágica de millones de iraquíes forzados a dejar su tierra.
Decimos que no resulta sencilla la lectura de esta novela porque su autora se ampara en las frases a medio construir, la intercalación de narradores y voces pretéritas y presentes, la confusión deliberada de las perspectivas de los personajes, la abstracción entreverada de falso realismo o la evocación de una realidad que, en Iraq, desde hace décadas, se ha convertido en rehén de un bucle inextricable. «En nuestro país, en el que el relato casi siempre queda a medias», afirma uno de los narradores colectivos de esta alegoría sobre la locura individual y nacional. Sí, la historia, la trama, de Al-Tanki se interrumpe continuamente a sí misma porque Iraq ha dejado de ser Iraq —si es que alguna vez lo fue— desde hace demasiado tiempo. Por ello, los personajes que pueblan la novela se sienten desubicados y terminan abjurando del «virus de la patria o del lugar que te acoge». Se trata de un extrañamiento que afecta tanto a los que permanecieron allí como los que se desperdigaron por medio mundo gracias a la dictadura del Baath, la invasión criminal de Estados Unidos y, antes, al embargo inmisericorde impuesto en los noventa del siglo pasado. Para mayor desgracia, Iraq debe lidiar hoy con el extremismo religioso, que está diezmando a las minorías y a los sectores laicos de las comunidades mayoritarias. «Un país de petróleos y meados» apunta otro relator más adelante, aquejado de una enuresis provocada por las convenciones sociales impuestas por los cánones patriarcales, el contexto de violencia social y el remate de la ocupación militar. La orina irrefrenable de la que habla el hermano de la supuesta protagonista del libro es la imagen de la impotencia iraquí ante su cruel destino. La frustración, también, de ver cómo la humillación originada por las guerras y las invasiones se ha trocado en abulia.
El argumento de Al-Tanki no es el de una mujer que ansía sustraerse del estrecho cerco marcado por una ciudad, sociedad y familia que se dirigen, sin remisión, a la dispersión; tampoco tiene que ver con la búsqueda de un horizonte nuevo y distinto donde desarrollar sus dotes de artista o experimentar, al fin, el amor, la pasión, el deseo. Bueno, digamos, mejor, que no tiene que ver en primera instancia con todo ello. Desde la primera línea, la novela avanza cavilosa, reconvertida en una alegoría de la historia moderna de Iraq. La familia de Afaf, tras años de silencio y aparente olvido, trata de averiguar qué le pasó allá, en París. Para ello, arman esta sinfonía desconcertante en la que cada recuento termina condenado al fracaso. ¿Qué le ocurrió a Afaf en Occidente, qué nos ha ocurrido a los iraquíes en Oriente? Suponen que murió, la mataron o se suicidó, aventuran un episodio de locura, una enajenación o una desaparición inexplicable. Como si se hubiera abducido a sí misma, tal vez. «¿Quién es el culpable de lo que le pasó a Afaf?»; un modo peculiar de inquirirse acerca de la autoría del crimen que los iraquíes vienen sufriendo desde hace mucho tiempo. «¿Somos nosotros, ustedes?». Lo terrible es que cada aportación corrobora la impresión de que nadie tiene una explicación para lo que le ha pasado a esta nación milenaria. De hecho, ni siquiera saben si se ha cometido un crimen que exija iniciar una investigación. Como con los asesinatos, los secuestros, los éxodos, la corrupción generalizada o la limpieza religiosa en barrios y aldeas, tan habituales, tan consuetudinarios.
Oh, no, eso sí que no: el crimen ha tenido lugar, pero nos cuesta mucho llegar a conclusiones porque, en esencia, ignoramos cuáles son los fundamentos de un crimen en toda regla. Y cuando atisbamos una pista, un indicio, lo enfocamos con una luz errónea. «La guerra, una cotidianidad, algo que la divinidad nos ha asignado a los iraquíes como rasgo distintivo». Por todas estas razones, Afaf ansía salir de su país para andar a rienda suelta, caminando, trotando incluso. Los zapatos, la cubierta ya lo avanza, desempeñan una función primordial en este libro, un símbolo más de que el calzado oprime y restringe el ardor de unos pies que se afanan desesperadamente por entablar contacto con el asfalto y los adoquines de las calles. Tampoco tiene visos de llegar muy lejos porque, como la protagonista termina comprobando, el exilio, como la patria, también te desgasta los zapatos. Muchísimo.
Podríamos señalar, a modo de colofón, que Afaf representa la fe del Iraq inmemorial en sí mismo. Las ganas de superar las adversidades y anunciar algo nuevo sin renegar de los valores edificantes de su acervo oriental. Por eso, Afaf canta las tonadas árabes tradicionales, los ecos de las orquestas clásicas, y añora la belleza de las construcciones armoniosas y enigmáticas del Bagdad antiguo. En cierto modo, Al-Tanki sirve de homenaje a la pléyade de arquitectos, escultores, pintores, urbanistas u orfebres iraquíes contemporáneos que fueron absorbidos por la vorágine de la destrucción o el destierro. El fin de ese edén arquitectónico al que se refiere la obra, «El Cubo», sintetiza el cruel destino de una de las generaciones más brillantes y fructíferas de todo Oriente Medio. Podríamos señalar más cosas y seguir alargando este remedo de conclusión, pero ¿para qué? Preferimos sentarnos en un café —cuánto les gusta a los árabes en general y a los iraquíes en particular hablarnos desde un café cuando recalan en París— y recordar los versos del gran poeta Issa Hassan al Yasiri, compatriota de Mamduh exiliado en Canadá, asiduo al tasakku´ o deambular insomne por la ciudad:

Treinta y seis palomas zurean bajo el techado del café
de Oliver Larry y dan saltitos
sobre una acera blanca de Montreal.
Se posan en los hombros de los clientes
que beben vino, comen crepes
y ríen con la frescura
de quien no ha conocido grandes tribulaciones.
Yo sigo sentado, abandonado a la soledad del aire
y la sombra del árbol provecto que gime, cada noche,
junto a mi ventana.