PEDRO MARTÍNEZ MONTÁVEZ, IN MEMORIAM

Alejados de escritos ditirámbicos, que el profesor Montávez no hubiera apreciado, y del silencio, reproducimos aquí en reconocimiento a la coherencia con que vivió sus convicciones el Prólogo que tuvo la generosidad de escribir para Contra el olvido. Una memoria fotográfica de Palestina antes de la Nakba (1889-1948), el libro coordinado por Teresa Aranguren y Sandra Barrilaro sobre Palestina antes de su desastrosa partición y el comienzo de la expulsión de sus habitantes no judíos. Anteriormente habíamos publicado su traducción, en colaboración con Rosa Isabel Martínez Lillo, de Canciones de Mihyar el de Damasco, de Adonis, autor que acabaría convirtiéndose, con seis libros publicados, en una referencia clave de nuestra editorial. Quedó inconcluso el proyecto de reeditar su antología El poema es Filistín. Palestina en la poesía árabe actual (1980), agotado desde hacía años.
La historia de la cuestión palestina está plagada de olvidos, engaños, falsedades, hipocresías y tergiversaciones, llena de sobresaltos, paradojas, contradicciones y sorpresas, aparte los continuos dramas y tragedias que la sacuden. Esto ha contribuido largo tiempo, y en muchísimos aspectos y dimensiones, a que haya sido más bien una especie de «anti-historia», una imitación burlesca de la misma, una pseudohistoria que no se parecía casi en nada a lo ocurrido en realidad, una historia casi fraudulenta. Tal situación se prolongó durante décadas, y ha costado enormes esfuerzos empezar a salir de ella: así empezó a ocurrir hace poco más de medio siglo. Antes de seguir adelante, me voy a permitir una aclaración y un inciso: he utilizado al comienzo de este texto el término «plagada» con toda intención y en su primer y propio significado, porque lo que ocurría al historiar la cuestión palestina era, y constituía justamente eso, una auténtica plaga, una desgracia pública, una calamidad, manteniendo también con ello, y en máximo grado, su connotación etimológica original de «llaga».
Quizá ese hecho resultaba en España aún más inexplicable que en otros países, y para ejemplificarlo así voy a recurrir a lo que me cae más cerca y conozco más directamente, a mi propia experiencia personal. Yo cursé en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, durante la primera mitad de la década de los cincuenta del siglo pasado, dos especialidades, licenciándome en la sección de Historia (1955) y en la de Filología Semítica (1956). Durante mis estudios, nadie —que yo recuerde— hizo la menor referencia a la cuestión palestina, y estoy aludiendo en concreto al propio profesorado competente. Obviamente, en el plan de estudios de la sección de Historia figuraban asignaturas que se ocupaban de la época contemporánea, y hasta en la de semíticas había una que se titulaba justamente así: Historia del islam contemporáneo. Pues bien, ninguna mención del tema palestino. El plan de estudios de esa misma sección recogía otra asignatura, de contenido genérico, denominada Historia del pueblo de Israel. No recuerdo si en ella alguien pudo hacer alguna referencia al singular acontecimiento que había tenido lugar el año 1948: la fundación del Estado de ese mismo nombre. En tierra palestina, como se sabe.
Todo eso ocurría en la primera y principal universidad española, en un país en el que se repetía la contumaz letanía de las «fraternales relaciones hispano-árabes», cuyo régimen alardeaba de prácticas «políticas proárabes», y cuyo gobierno tardaría aún muchos años en establecer relaciones diplomáticas con ese Estado de nuevo cuño fundado en 1948. Y todo esto que cuento no descubre, sin embargo, nada nuevo, sino que resulta uno de tantos datos corroborativos de algo que conocemos bien, y cuyos graves efectos y consecuencias sufrimos desde antiguo: en este país tan especial, en España, la política, la sociedad y la cultura no suelen seguir caminos convergentes. ¡Y cómo se nota y se echa de menos!
Yo empecé a oír hablar de Palestina y de palestinos durante mi estancia en Egipto entre comienzos de 1957 y mediados de 1962, a todo lo extenso y lo intenso de mi experiencia cairota. Fue también hacia 1958 o 1959 cuando Mercedes, mi mujer, y yo viajamos a tierras palestinas, que formaban parte por entonces del reino hachemí de Jordania. El hecho palestino fue una de las tantas novedades reveladoras que empezaron a abrírseme y que contribuyeron decisivamente a que mi propia vida, y no solo mi actividad profesional de arabista, fueran orientándose hacia dimensiones hasta entonces desconocidas por completo para mí y encaminándose por sendas que me resultaban hasta ese momento inaccesibles. Ahora, muchos años después, puedo y debo reconocer, con absoluta serenidad, objetividad y ponderación, que ha valido la pena que así ocurriera. Mi vinculación a la palestinidad, por consiguiente, empezó entonces, y no ha hecho sino crecer, desarrollarse y diversificarse hasta ahora, manteniéndose siempre, y reafirmándose, mi compromiso intelectual y humano con ese pueblo y con la defensa de sus justos derechos y aspiraciones.
No quiero seguir por este camino de evocación personal, pero tampoco renuncio a proporcionar otro dato testimonial pertinente, por lo que tiene también de enormemente significativo en relación con todo lo que hasta ahora he suscitado. Sería hacia el año 1967 cuando empecé a preparar, con la excelente colaboración de mi buen amigo el poeta palestino Mahmud Sobh, llegado a Madrid desde Damasco para ampliar estudios y doctorarse, una extensa antología de la novísima poesía palestina llamada «de resistencia». Acababa de aparecer el revelador libro de Gassán Kanafani, en lengua árabe, sobre el tema, y algún que otro trabajo sobre la materia de otros autores de la misma área lingüística. Ultimado nuestro original, emprendimos la ingrata tarea de buscar quien lo editara. El tema, como digo, constituía una novedad absoluta en el panorama literario occidental, y no solo en el español. Nuestra antología era el primer libro en lengua europea sobre la materia. Solo quiero añadir un dato: nos «perdieron» en varias editoriales —alguna de ellas conocida como de tendencia y vocación «progresistas»— el ejemplar que habíamos dejado. En conclusión: pudo publicarse, el año 1969, merced a la ayuda que nos prestó una institución creada por entonces, y mantenida por un mecenas de origen tunecino, que se llamaba Casa Hispano-Árabe. Tales cosas seguían pasando en este país tan «arabófilo»…
* * * * * * * *
Si he empezado como lo he hecho no ha sido solamente porque los hechos que he expuesto ejemplifican a la perfección el fenómeno que denunciaba: la deliberada decapitación —de «cortar la cabeza»— y el implacable desarraigo —de «arrancar de raíz»— que la cuestión palestina en concreto, y cualquier cosa que tuviera que ver con Palestina en general, han sufrido durante mucho, muchísimo tiempo. Intencionadamente, a propósito, la cuestión palestina carecía de orígenes, de antecedentes, de comienzos, o estos se tenían por tan nimios e insignificantes que se podía prescindir de ellos, porque parecían superfluos, no aclaraban ni contribuían a explicar lo que había ocurrido después. La historia de la cuestión palestina está llena de ultrajes a la verdad y de crímenes contra la memoria. Es decir, está llena —«plagada»— de delitos contra la humanidad.
He empezado como lo he hecho porque ello me permite subrayar y destacar uno de los valores principales del volumen que prologo, resaltar como realmente se merece una de sus características más sobresalientes. En tal sentido, este libro se enfrenta radicalmente, y con gallardía, contención y ecuanimidad, a tanta historiografía intencionadamente desvirtuadora y en gran parte falaz o sencillamente ignorante, que se ha ido acumulando sobre la materia. Este libro se centra precisamente en rescatar y poner de relieve muchos de los comienzos, de los orígenes, de los antecedentes de la cuestión palestina.
Su contenido corresponde al largo «tiempo anterior», al decisivo, al que suele mantenerse escondido e ignorado, como proscrito y desterrado; sí, justamente eso, «desterrado», porque se les quitó la tierra. Es todo el largo periodo transcurrido entre las últimas décadas del siglo xix y la mitad del siglo xx. Constituye la insólita y cruel paradoja del tiempo que no hubiera transcurrido, en conclusión, del «no-tiempo». ¿Hay algo más cruel e inhumano que negar el tiempo? Me permito aconsejarle y encarecerle a toda persona que lea este libro —o que lo contemple, porque es un escrito que también «entra por los ojos»— que, al leer y contemplar su contenido, esté siempre acompañado de esa idea subyacente fundamental: está recuperando un tiempo, un pasado que se quiso que no hubiera transcurrido, que no hubiera tenido lugar. Ello le proporcionará la explicación principal, y durante mucho tiempo escondida, de la dramática cuestión palestina, de la trágica e irredenta todavía historia contemporánea de este pueblo.
Este libro es esencialmente un extenso y muy cuantioso conjunto de imágenes, un excepcional álbum de fotos, cargado de un profundísimo y original —de «origen»— significado. Al ser una colección de imágenes, es también el testimonio, tan silencioso como evidente, de un imaginario. El lector puede comportarse como el espectador de un excepcional documental cinematográfico, de una sucesión de imágenes, de encuadres, de momentos, de situaciones, que le resultan tan atractivas como casi totalmente desconocidas, tan nuevas para él como inesperadas y sorprendentes. Precisamente por eso son, ante todo, reveladoras, es decir, le descubren algo que desconocía casi por completo, se lo «revelan».
Suele repetirse que una imagen vale más que mil palabras, una de tantas frases felices que explican mucho y proporcionan vías de conocimiento, pero que también, entendidas y aplicadas con abuso, desvirtúan parcialmente los hechos; es certera, sí, pero puede resultar asimismo exagerada y encubridora. Imágenes y palabras valen, por sí mismas, lo que valen, y no tienen por qué funcionar como recíprocamente excluyentes. Por consiguiente, si van juntas, y conjuntadas, mejor.
Una imagen es siempre, por sí misma, un objeto valioso, pero su valor aumenta si la contemplación no se reduce estrictamente al ejercicio físico de la mirada, es decir, cuando la actividad del «ver físico» se acompaña también con otros dos: el «ver mental» y el «ver sensitivo». Con esta triple mirada, con esta triple vía de penetración, el objeto contemplado adquiere toda su plenitud, su supremo valor y su significado entero. Me permito rogar, desde estas líneas, que a esta magnífica colección de fotos, de imágenes, se le dedique esa forma de visión, triple y una al tiempo: que ojos, mente y sentimiento se centren y se unifiquen en la mirada; que la mirada sea integral.
Tal ejercicio de penetración triple y trenzada nos llevará a evocar, por ejemplo, entre otras muchas cosas, que estos seres humanos que nos contemplan fijamente —más fijamente aún que nosotros a ellos— habitaban un país no extenso —poco más de 20000 km2— en donde vivían —sí, «vivían», en toda la acepción del concepto— alrededor de un millón de habitantes. No menciono estas cifras aproximadas con intención cuantitativa y comparatista, sino justamente con el propósito contrario: cualitativo y fundamental. Y nos preguntamos: ¿cómo esa población, más bien limitada en número y en espacio, resultaba tan sorprendentemente variada, diversa, rica y plural en sus manifestaciones, en sus comportamientos, en sus hábitos de vida, en su vestuario, en sus costumbres, en sus múltiples maneras de existir, de sufrir y de gozar? ¿Cómo Palestina podía ser, al tiempo, tan singular y tan plural, tan propia y tan diversa, tan genuina, con tantas genuinidades diferentes? ¿Había necesidad de romper todo esto, de cambiarlo, de destruirlo, para después reconstruirlo, una vez deformado, transformado, expulsado, sustituido? ¿No merecían estas gentes seguir viviendo —eso sí, «viviendo»— como estas imágenes demuestran que vivían? Esta es quizá la pregunta principal, la más dura e incisiva, que nos hacen esos ojos que nos miran fijamente, que no dejan de mirarnos, que seguirán mirándonos hasta cuando hayamos pasado todas las páginas de este libro.
La gran colección de fotos aquí reunida se realza con la inclusión de unos textos escritos por tres excelentes conocedores de la cuestión palestina, y que se distinguen además por su rigor intelectual y por su alta condición moral. Resultan además textos complementarios entre sí, pues cada uno de sus autores plantea y analiza el tema desde su propia experiencia personal y competencia profesional. Representan asimismo tres modalidades externamente diferenciadas —pero indisoluble y entrañablemente ligadas también— de vivir y sentir la palestinidad: Bichara Khader es un palestino «de fuera», en el exilio exterior, Johnny Mansour es un palestino «de dentro», y por ello en el exilio interior, y Teresa Aranguren es una española profundamente palestinizada en vida y obra. Con ella y con Bichara mantengo desde hace muchos años no solo una inquebrantable amistad, sino también una vinculación no menos larga e inquebrantable con Palestina y sus gentes. Para mí, redactar estas páginas me proporciona una nueva oportunidad de confirmarles mi amistad, mi solidaridad y mi admiración. Me ha permitido también descubrir la sensibilidad y la experiencia profesional de Sandra Barrilaro, que han sido fundamentales en la selección del material fotográfico.
* * * * * * * *
Con frecuencia, cuando escribo o hablo de Palestina, menciono lo que afirmó, hace ya unos cuantos años, uno de los más representativos escritores palestinos contemporáneos, Rashad Abu-Sháwir: «La cuestión palestina es más que un problema de fronteras (hudud), un problema de existencia (wuyud)». Ahí está la clave: no se trata de que el pueblo palestino existe, sino que existió, y que seguirá existiendo. Y esa existencia no exige solo una morada, un país, sino que exige también una patria, un Estado así llamado: Palestina. El sucio juego político no puede doblegar la limpia realidad de la existencia, ni puede seguir olvidándola, marginándola, escondiéndola. La existencia no es una máscara ni puede ser enmascarada. Negar la existencia es negar la vida: es decir, una especie de crimen. Que empezó a perpetrarse hace ya bastante más de un siglo, y sigue perpetrándose —de otras maneras, con otros disfraces— todavía. Un crimen que continúa sin juzgar y sin condena. Esto es lo que recuerdan y afirman estas fotos.
Pedro Martínez Montávez
Profesor Emérito de la Universidad Autónoma de Madrid
Teresa Aranguren y Santiago González Vallejo han publicado, la primera en infolibre y el segundo en el blog del Comité de Solidaridad con la Causa Árabe, artículos sobre su vertiente humana: "Pedro Martínez Montávez, el valor de un maestro" y "Pedro Martínez Montávez, un amigo de cultivar conocimiento y solidaridad"
"Paisajes humanos de mi país", de Nâzim Hikmet, próxima novedad
SOBRE LOS PATRIOTAS Y EL AMOR A LA PATRIA

Fuat dobló el periódico con rabia:
—Nuri Cemil habla del amor a la patria —dijo—,
¡sin ninguna vergüenza
habla del amor a la patria!
Süleyman replicó divertido:
—Por fin te he visto enfadado.
¿Qué te creías?
Por supuesto que habla.
Por un lado venden la patria,
y por otro hablan así
¿Tienen amor a la patria estos cabrones?
¿Qué clase de amor a la patria?
Es amor por un escaño, un almacén, una fábrica, una granja, un edificio.
Quítales sus edificios, su capital,
quítales su escaño,
y para esos tipos la patria será entonces tierra enemiga.
Así ha sido siempre la historia.
En la revolución francesa,
sus nobles guiaron a los ejércitos enemigos
para aplastar a Francia
y salvar la monarquía…
Y los que movieron los hilos de las tropas de los rusos blancos,
de Vrangel, Kolchak y Denikin,
fueron los capitalistas alemanes, ingleses y japoneses.
Y entre nosotros,
la sublime dinastía otomana
y su entorno,
junto con los bancos londinenses y Venizelos
marcharon codo con codo para arrebatarle Anatolia al pueblo turco.
Y hasta
el líder nacionalista chino Chiang Kai-shek,
con dinero norteamericano y armas japonesas…
Fuat interrumpió a Süleyman:
—En la novela La condición humana de Malraux
a los obreros chinos los queman en las calderas de las locomotoras…
Süleyman siguió:
—Franco, «el patriota más grande» de la Península ibérica,
lanzó a los moros marroquíes y los aviones alemanes
contra la patria del frente popular español.
Y el mariscal Petain, el héroe de Verdún,
que, por miedo a los obreros franceses,
entregó Francia al enemigo…
¿Tienen amor a la patria estos cabrones?
¿Pero qué amor patrio?
En medio de una ciudad rica que tenía un corazón cálido y una cabeza fría...

Tras la pesadilla de aquel primer viaje a un país árabe viene la decisión final de salir, de marcharse. El impulso, como ya le había ocurrido al padre, es ir hacia el norte, hacia un mundo desconocido. Cualquier lugar, por cruel y despiadado que fuera, sería mejor, más amable. En el norte, cualquier situación se haría más llevadera…
La entrada a aquel jardín del edén parece sumida en oscuros presagios. La vista desde el avión sugiere una especie de paraíso, pero el frío tan intenso hace pensar en lo contrario. El paraíso, tal y como a mí me lo habían enseñado, era lo contrario del fuego, de las brasas, de las llamas del infierno. Este frío pues, debe de ser sinónimo del paraíso. Y, sin embargo, con el tiempo, se convierte en una especie de frío infernal, en un infierno helado, lo cual quiere decir —en otras palabras— que en él la muerte va a ser lenta. Eso fue lo que sentí al principio. Y lo que más me dolió fue no poder hablar con los ángeles de aquel país, ni siquiera con sus demonios. Yo, que pensaba que el árabe era la lengua de los pobladores del Edén, tal y como nos habían contado, me encontraba ahora con que en realidad lo era el alemán.
No contar con la lengua del sitio donde se estaba avivó un nuevo sentido. Hizo que el ojo desarrollara su capacidad de observación. Al estar el oído privado de la función de comprender lo que se decía, la vista debía desarrollarse para suplir la misión del oído. Al ojo le correspondía a partir de ahora leer los movimientos de los cuerpos, los gestos, para intentar generar un diccionario improvisado que reemplazara —por difícil que eso fuera— al diccionario anterior…
Los trabajillos que me salían iban todos en la misma línea. De gran demanda física y rutinarios, permitían aprender y adquirir experiencia, pero dejaban en el cuerpo la impronta de la vida y presentaban a la mente un espacio que abría un sinfín de puertas que reclamaban un nuevo manojo de llaves. A no más de tres paradas del tranvía desde mi casa estaba uno de los museos más bellos del mundo; a solo dos, la ópera de Viena; a uno, el canal del Danubio, un paraíso cercano, en realidad. Y mientras, yo vivía un infierno, sumergido en un oscuro mar de inquietud, perdida la energía para combatir el frío y la energía para afrontar la pobreza en medio de una ciudad rica que tenía un corazón cálido y una cabeza fría.
De Estaciones. Una autobiografía, de Tarek Eltayeb (traducción del árabe de M. Luz Comendador).
"Estaciones. Una autobiografía" de Tarek Eltayeb
Lo que escribió quedó ahí, negro sobre blanco,
lo que quisiera haber dicho, en blanco sigue

Sé que naciste el último año de la década de los cincuenta de este siglo en un viejo barrio popular del corazón de El Cairo y que no recuerdas cuándo empezaste a caminar ni a hablar. Pero lo que sí recuerdas es el instante en que tus ojos se toparon con las primeras letras. Contemplaban algo asombroso, nuevo y descomunal en lo alto de la cúpula y el minarete de la mezquita: aquellas líneas sinuosas y esbeltas, dentadas y estiradas, que se enredaban y retorcían, separaban y juntaban, arqueándose y encontrándose. Y luego, todos aquellos puntos que parecían estrellas, delante, detrás, encima y debajo de las letras. Un mundo mágico que los reverentes rezos de tu abuela te hicieron considerar sagrado. Aquella abuela que apenas sabía leer, pero que aseguraba que eso eran aleyas del Corán. Esos signos fueron para ti la primera pizarra, que no sabías por dónde empezar a «mirar», si por la derecha, por la izquierda o por el medio.
En la escuelita del maestro Ali, en el barrio de Ayn Shams te aprendiste de memoria la primera azora del Corán, la fátiha, y alguna otras más, de las cortas. En casa, cuando cogías un Corán, te quedabas embelesado delante de las dos primeras páginas —la de la fátiha y el principio de la azora de la Vaca— porque estaban decoradas con colores llamativos y tú, de momento, lo único que podías hacer era quedarte embobado mirándolas. En la breve distancia que separaba la superficie del papel y tu cara cabía un ancho mundo: el de entrenar el ojo y modular la boca. Una cosa era memorizar y recitar, y otra, conseguir descifrar aquellos signos.
Aprendidas las letras del alfabeto, el mundo tuvo más brillo; y las formas de la escritura resultaron más hermosas y cercanas para ti. Al aprender a escribir, cobró sentido el coger un lápiz para intentar trazar letras en lugar de garabatos. Ahí fue cuando empezaste a copiar muestras de caligrafía de manera que, antes de ingresar en la Escuela Primaria Imán Muhammad Abduh, ya eras capaz de escribir bien.
Durante el trayecto de autobús que iba desde vuestra casa a la de tu abuela en el barrio de Husainiyya, te gustaba quedarte de pie mirando por la ventana. Mirabas, ibas deletreando e intentabas leer los nombres de los negocios, los letreros de los establecimientos, los carteles pegados en las paredes…, cualquier cosa que cayera ante tus ojos. Si tu padre iba contigo, él te corregía cuando deletreabas o intentabas leer. Si era tu madre, era ella quien te corregía lo que lograba entender de lo que tú pronunciabas. Pero iba más rápido el autobús que tú pronunciando, así que la cosa se complicaba cada vez más.
Siendo tan pequeño, ya sentías cariño por algunas letras, que preferías por su forma. Te extrañabas de que sonaran bien algunas que no eran tus favoritas y de que no lo hicieran palabras que, al escribirse, te parecían preciosas. Con el tiempo esa sensación descabalada se fue ajustando hasta desaparecer. Aun así, sigues sintiendo predilección por la letra ﻫ porque su trazo es muy bonito cuando se escribe al principio de una palabra, y porque tiene algo de misterioso.
(traducción del árabe de M. Luz Comendador)
CLARA JANÉS RECIBE EL DOCTORADO HONORIS CAUSA DE LA UNIVERSIDAD DE TOULOUSE JEAN JAURÈS EN LA CASA DE VELÁZQUEZ DE MADRID
El pasado 28 de octubre tuvo lugar la emotiva entrega del diploma de concesión del Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Toulouse - Jean Jaurès a Clara Janés Nadal.

En el acto participó Nancy Berthier, directora de la Casa de Velázquez, que presentó a los participantes:
Emmanuelle Garnier, la rectora de la Universidad de Toulouse - Jean Jaurès, quien realizó el discurso de apertura.
Solange Hibbs y Modesta Suárez, profesoras de dicha Universidad, quienes hicieron el elogio de la galardonada y presentaron su obra.
Hubo dos intermedios musicales de Carlos Baños Gutiérrez al piano, que interpretó obras de algunos de los compositores preferidos de Clara Janés: Federico Mompou, Alexandr Skriabin y Claude Debussy.
Finalmente, Clara Janés hizo el discurso de clausura en el que interpretó una canción por ella compuesta en su juventud.
https://youtube.com/shorts/4Qjk8QMxM6M