Los Poemas a la noche de Rainer Maria Rilke son una obra poco conocida y, sin embargo, de capital importancia entre las del poeta, pues en ella se esbozan algunos temas que acabarán de configurarse en las Elegías de Duino. Durante años fue un libro casi secreto. Rilke no llegó a publicarlo, acaso precisamente por no desvelar ese fondo originario común con su obra cumbre. No obstante, lo envió en cuaderno manuscrito a su amigo Rudolf Kassner (a quien luego dedicó la «Octava Elegía») en el año 1916. Este cuaderno contenía versos escritos desde enero de 1913 a febrero de 1914, la mayoría en París, excepto cuatro, los primeros según el orden cronológico —no el que presenta el conjunto—, que se sitúan en Ronda entre el 6 y el 14 de enero de 1913. El interés que tiene su edición para el lector español se duplica así al añadirse este hecho ya de por sí crucial a su nexo con las Elegías.
En los Poemas a la noche apuntan por tanto los temas fundamentales de Rilke, sin haber logrado su exacta delimitación o simbolismo que, por otra parte, generalmente es plural. Así sucede con la figura del ángel, que pasa de ser «terrible» a no estar tan por encima del hombre, pues, como observa Jean-Yves Masson, en el prólogo a las Elegías, «el hombre es creador, y he aquí porque puede asombrar al ángel, que se conforma con ser en su autonomía absoluta, pero no crea nada». En la obra que nos ocupa, el ángel, la amada y la noche figuran en el lugar más destacado y se presentan vagarosos y fluctuantes, muy de acuerdo con el mismo estilo poético que los sustenta. El libro como tal no vio su primera edición en alemán hasta que se incluyó en las obras completas de Rilke editadas en 1956, treinta años después de su muerte.
Los Poemas a la noche se inician, pues, en España con el titulado en un principio «An den Engel» («Al ángel») y los que constituyen la «Spanische Trilogie» («Trilogía española») de 1913. Son, por tanto, posteriores a la visita realizada por Rilke a Duino a principios de 1912 —visita durante la cual surgieron las dos primeras Elegías y el comienzo de la tercera—, y al viaje a Toledo de noviembre del mismo año, pero están vinculados a este último. Desde Toledo, el poeta pasó a Córdoba, Sevilla y Ronda, para permanecer en dicha ciudad hasta febrero de 1913; y fue allí donde escribió esos poemas que luego no situó en cabeza. Con anterioridad, sin embargo, se había producido un acontecimiento que, unido a los consejos dados en su día por Zuloaga a Rodin —escultor del que Rilke fue secretario— respecto a conocer Toledo, fue precisamente el impulso para el viaje a España.
En octubre de 1908, en el Salón de Otoño de París, Rilke vio por primera vez la Vista de Toledo, de El Greco y quedó fuertemente impresionado por esa ciudad que aparece bajo una luz mordiente que la atrae hacia las alturas en un verde llamear, toda ella como una «ciudad esmeralda» del Hûrqalyâ, la tierra celeste mazdeísta. Así describió el cuadro a su amigo Rodin:
La tormenta se ha desencadenado y cae bruscamente tras una ciudad que, situada en la pendiente de una colina, asciende aprisa hacia la catedral, y aún más hacia lo alto, hasta el Alcázar, cuadrado y macizo. Una luz en jirones surca la tierra, la remueve, la desgarra y hace surgir prados, de un verde pálido, y detrás árboles como seres insomnes. Un río estrecho sale sin movimiento del montón de colinas y amenaza aterradoramente, con su azul negro y nocturno, las llamas verdes de los matorrales.
La impresión recibida por el poeta a su llegada a Toledo no fue decepcionante. El mismo día, 2 de noviembre, escribía a la princesa Maria von Thurn und Taxis:
… aquí está expresado el lenguaje de los ángeles, tal como ellos se las ingenian para convivir entre los hombres.
Y unos días después, el 13 de noviembre:
… una ciudad del cielo y de la tierra, pues está realmente en ambos; una ciudad que va a través de todo lo existente… que existe en igual medida para los ojos de los muertos, de los vivos y de los ángeles. Sí, esta ciudad es un objeto que pudiera ser muy bien accesible a estas tres miradas diferentes. Se cree que sería posible hacerlas coincidir aquí, y que fueran una sola expresión.
Esta mención de los ángeles, asociados a los vivos y a los muertos, nada más llegar a Toledo, es el reflejo no solo de las captaciones internas del poeta, sino de la atmósfera que las alimentaba, desarrollo de un magma que se iniciara con el Romanticismo.
atmósfera esotérica
«La Tierra es un Ángel ¡tan suntuosamente real, tan parecido a una flor!». Esta afirmación la formuló Gustav Teodor Fechner, físico, matemático, psicólogo y músico, que en 1851, treinta años antes de que Nietzsche empezara a escribir Así habló Zaratustra, publicó Zend Avesta: o sobre las cosas del cielo y de la tierra. Fechner, fundador de la psicofísica o psicología experimental, creía que toda materia estaba dotada de espíritu y, basándose en las sensaciones y los estímulos, halló el modo —la fórmula— que permitía poner en relación precisamente el mundo del espíritu con el de la materia. Por otra parte, con el pseudónimo de «Dr. Mies», escribió La anatomía comparada de los ángeles, donde les atribuía la forma geométrica más perfecta: la esfera. Henry Corbin, en Cuerpo espiritual y tierra celeste, sostiene que el físico alemán coincide plenamente con el Avesta en un punto, pues en éste se lee: «celebramos esta liturgia en honor a la Tierra que es un Ángel. (Shiroza, día 28)».
En efecto, uno de los siete arcángeles zoroastrianos —energías transitivas, activas y activadoras, efluvios de luz divina que comunican el ser y se mueven por caminos de luz— es Esfandarmoz, el Arcángel de la Tierra. Los siete arcángeles unidos crearon las criaturas y por ello cuidaban de los animales, el fuego, los metales, las aguas y las plantas; y el ser humano podía hallar en ellos las potencias de luz invisibles. Cabía pensarlo todo en su estado terrestre y celeste, y así alcanzar los seres y las cosas «en su Ángel».
En 1819, 32 años antes de la aparición del Avesta de Fechner, Goethe publica el Diván occidental y oriental, donde se inviste de la personalidad de Hafez Shirazí —poeta persa del siglo xiv que, por cierto, como Rilke, coloca al ángel al lado del hombre y, siguiendo el Corán (sura xv), no lo considera superior, ya que: «El ángel nada sabe del amor. / Por ello pide una copa de vino y [con reverencia] vierte el dulce licor en la tierra de Adán»…; Goethe, pues, se aproxima a Hafez y, además, se expande en una serie de «Notas y disertaciones» para que su obra sea comprensible. A través de estas notas deja traslucir su amplio conocimiento de la poesía persa, que analiza desde varios puntos de vista, incluido el estilístico, lo que lo lleva a hablar de un «idioma productivo», de la proximidad de poesía y prosa y de las imágenes. En este campo cita, entre otros, los versos: «Más de cincuenta ángeles/ llevas prendidos/ de tu pelo,/ ¡oh amada!, en cada rizo».
También dentro del Diván, Goethe se refiere a los ángeles para decir que Dios antes que a ellos creó el vino. El autor del Fausto conocía desde 1814 la poesía de Hafez en la traducción de Joseph von Hammer. El interés por las culturas árabe, persa y asiáticas es un hecho dentro del movimiento romántico: Hartmann traduce el Layla y Machnún, de Nezami, y Schlegel unos fragmentos del Libro de los reyes de Ferdosi y afirma que «es en Oriente donde hemos de buscar la quintaesencia de lo romántico». Schelling, por su parte, sostiene que el cristianismo es una emanación del genio oriental. El mismo Goethe dice:
Pues en un tiempo en que tantas cosas del Oriente pasan a nuestra lengua fielmente vertidas, es de suponer se estime algo meritorio el que también nosotros, por nuestra parte, tratemos de orientar la atención hacia esas regiones del mundo de donde nos viene a través de milenios tanto de grande, bello y bueno, y de donde cada día debemos esperar más.
Así, en la atmósfera romántica se expanden esos aires exóticos con sus ángeles incluidos —con los que, por otra parte, los cristianos tienen mucho que ver, ya que tanto el ángel como el diablo son hijos del zoroastrismo—. Concretamente, si en la poesía de Novalis aparecen ángeles cristianos, en la de Hölderlin hallamos sin más «figuras de luz» («un hálito sagrado fluye divino por figuras de luz», dice en sus Elegías) y en la de Trakl, ángeles «extintos», de fuego, o apariciones del bosque, como aquel ángel negro morador de un árbol… La órbita angélica, pues, se ha ampliado y cierta confusión flota en la atmósfera. No sorprende que en un momento dado, Rilke sienta necesidad de subrayar —y así se lo escribe a Witold Hulewitz el día 13 de noviembre de 1925— que el ángel de las Elegías «no tiene nada que ver con el ángel del cielo cristiano (más bien con las figuras del Islam)».
La proximidad de Rilke, Hölderlin y Novalis es indiscutible, ya sea formalmente ya en cuestión de pensamiento. En la Enciclopedia de este último, por ejemplo, leemos:
Física espiritual: Nuestro pensamiento es simplemente una galvanización —un contacto con el espíritu terrestre— con la atmósfera espiritual— gracias a un espíritu celeste, extraterrestre. Todo pensamiento, etc., es ya, por tanto, en sí mismo simpraxis en el sentido más elevado.
Sin olvidar su frase célebre, pronto incorporada por Rilke: «todo lo visible descansa sobre un fondo invisible». La figura de Novalis, unida a la de Swedenborg y al apogeo de las doctrinas ocultistas, sostiene Federico Bermúdez Cañete, «obró en Rilke, estimulando tanto su carácter vidente como el de artesano de la palabra». Por otra parte, Fernando D. González Grueso advierte que «es posible que Rilke leyera, o bien llegara a él el mensaje de los Evangelios apócrifos, y en especial de la Gnosis, que tan extendida estaba en el centro de Europa en aquellos años», e, igualmente, destaca que en las Cartas a un joven poeta, escritas diez años antes que los Poemas a la noche, «pone por igual a Cristo y a Mahoma».
el ángel de el greco
En una primera etapa, que parte de los Engellieder (1897), Rainer Maria Rilke plasma ángeles menos remotos que los terribles de las primeras Elegías, ángeles tan unidos al hombre que participan en su vida, como Der Schutzengel (El custodio), al que evoca en momentos de desesperanza, o el de la Anunciación (Verkündigung), al que presenta cansado tras el largo viaje, pero en cuya boca pone las palabras: «Yo soy el rocío, soy el día,/ pero tú, tú eres el árbol», iniciándose su futura concepción angélica, al apuntar en el poema la relación de lo sensible y lo suprasensible. El ángel empieza a aparecer como un ser atento al fruto que puede «cosechar» o «segar».
El viaje a España no era el primero realizado por Rilke. Dejando de lado sus visitas a Italia y a Egipto, ésta llevada a cabo en 1910, remontando la crisis en que había caído tras concluir Los apuntes de Malte Laurids Brigge, fueron para él determinantes los dos viajes a Rusia (1899 y 1900), ambos con Lou Andreas Salomé. El primero de ellos, al que los acompañó el marido de Lou, el iranólogo Carl Andreas —traductor del Avesta—, le causó tal impacto que amplió la órbita de su pensamiento. Este viaje tuvo lugar precisamente el mismo año en que escribió el poema «Anunciación». Muchos elementos confluían alrededor de la mente de Rilke y contribuían a que aumentara la complejidad de sus intuiciones.
Ferreiro Alemparte considera que los ángeles de Rilke proceden sin excepción del Flos Sanctorum del Padre Ribadeneira y recuerda que el poeta leyó ese libro en Duino en 1912 y posteriormente comentó que sus palabras, «una ciudad del cielo y de la tierra», son paralelas a las del jesuita que dice, a propósito de la Virgen: «una Señora del cielo y de la tierra». Ferreiro Alemparte, aunque afirma que la imagen de esos «casi mortíferos pájaros del alma», de la «Elegía ii», «está arrancada, sin duda, de los del Greco», insiste en que la angeología de Rilke se apoya ante todo en Ribadeneira y, desde luego, no en Plotino o Dionisio Areopagita, como creen Guardini, Brecht y Kreutz (Cacciari destaca la influencia de Dante). De todos modos, acepta que Ribadeneira conoce, naturalmente, al Areopagita, pero no se detiene en considerar que ni el neoplatonismo ni el Areopagita —como tampoco Dante— eran ajenos a las creencias orientales y gnósticas que entraron «en el mundo grecorromano en los primeros siglos de nuestra era» (Julián Marías). Lo cierto es que, en su diario de Ronda, Rilke sigue dando vueltas a la obra del pintor:
El Greco, impulsado por las condiciones de Toledo, comenzó a introducir un interior de cielo y, a la vez, a descubrir arriba celestes imágenes-espejo de este mundo, las cuales se diferencian de él y son, en su especie, tan proporcionadas y regulares como las figuras de los objetos reflejados en el agua. En sus cuadros, el ángel ya no es antropomorfo como el animal en la fábula, ni el secreto signo ornamental del Estado teocrático bizantino. Su esencia es fluyente como el río que corre a través de los dos reinos; sí, lo que el agua es sobre la tierra y en la atmósfera eso es el ángel en el círculo más amplio del espíritu, arroyo, rocío, abrevadero, surtidor de la anímica existencia, precipitación y ascenso.
Si las palabras de Novalis ya citadas: «todo lo visible descansa sobre un fondo invisible» son de capital importancia para la evolución de las ideas de Rilke y, naturalmente, para la de su concepto del ángel, esta última frase del poeta hace resonar directamente el eco de Ibn Arabí, místico murciano del siglo xii de gran peso todavía hoy en el Islam. Para Ibn Arabí el mundo elevado es el reino de lo invisible y está habitado por ángeles y espíritus. El mundo bajo es el reino de lo visible, poblado por cuerpos corpóreos: los «bajos loci» de la visión (al-manâzir al-suflâ), que son las cosas que percibimos a través de la mirada interior (basîra), la desvelación (kashf) y la prueba (dhawq). El punto en que estos dos mundos se encuentran es un istmo (barzaj), el mundo imaginal, que actúa como un espejo de agua. El órgano donde esta visión acontece es el corazón y su vehículo expresivo la poesía. Y «lo que Rilke desea configurar es una “obra del corazón”», afirma, citándolo, Ferreiro Alemparte. Para Ibn Arabí los ángeles son creados de luz, el hombre de barro y los genios (djin) de fuego. Y es la imaginación la que procede a la corporalización (tajassud) de las cosas materiales. Por ello afirma que el alma está hecha de imaginación. En Rilke, como en el verdadero poeta, se trata también de esto, del cruce de los dos mundos.
A principios de 1913, en Ronda (ciudad que fue importante sede de sufismo, basta recordar la figura de Ibn Abad de Ronda, y que, según Valente, «lo aproxima al lugar sagrado, al lugar de la mediación, más que ninguna otra tierra: “ciudad incomparable”, escribe “que a la vez sube y desciende” […] “ciudad vertical”»), escribe Rilke una prosa titulada Erlebnis (Suceso vivido) donde recuerda una experiencia que tuvo en Duino en 1912: hallándose un día en el jardín, se apoyó en un árbol y se sintió como un brote, sumido en las vibraciones del tronco, y con él en la naturaleza; era como si el cuerpo se hubiera vuelto sutil y fuera capaz de sentir los nexos con el espacio armónico que se expande hasta lo infinito. El poeta se preguntaba qué le sucedía y se contestaba que había pasado auf die andere Seite der Natur (al otro lado de la naturaleza), es decir, había experimentado un acontecimiento convertido en epifanía, una visión, veía las cosas «en su Ángel», captando la inmensidad de su invisibilidad. Jean-Yves Masson, en el prólogo mencionado, destaca que, apenas un mes antes de escribir la «Elegía iv»,
evocando en 1915 en una carta a Ellen Delp su estancia en Toledo en noviembre de 1912, Rilke podía escribir: “este mundo visto no ya desde el hombre sino en el Ángel, [era] tal vez [su] verdadera labor”».
Si la tierra es «un ángel» puede ser vista, en efecto, «en su Ángel», pero la figura del ángel en Rilke es compleja y tiene varia evolución, y en los Poemas a la noche, no ha recorrido todavía todo el arco, ni el mismo Rilke ha llegado a ese patetismo que le hará resaltar la experiencia del acróbata —que, a juicio de Masson, puede ser imagen simbólica del arte—, el cual, intentando imitar al ángel, pretende vencer la gravedad «e, intentando vencerla, probar que no hay otra verdad sino en la caída mediante la cual se vuelve a caer en tierra» (muy cerca de ese caer del acróbata está aquel pesar «pesando solamente la llegada» que aparece en el nº x de los Poemas a la noche). El estudioso francés, más adelante añade:
Es esta semejanza con los ángeles, vanamente buscada, lo que hace a los acróbatas conmovedores, atractivos, y hace a la vez de su espectáculo un ejemplo engañoso.
la noche y lo invisible
Si el ángel está estrechamente unido a la noche, se debe, entre otras cosas, a que su oscuridad luminosa —«tiniebla de luz», que no «rayo de tiniebla», como hallamos en San Juan de la Cruz, cuya obra, por cierto, no lee Rilke hasta el último año de su vida—, al aunar los colores de la diversidad, deja al descubierto el audible latido compartido que se expande hasta lo ilimitado, de modo que puede surgir el vértigo de lo sagrado. Ese vértigo también lo representa el ángel, destellante remolino cegador que lleva lejos del confín, cruza los dos mundos y por ello es a la vez sublime y enigmático, terrible. El de los Poemas a la noche, muy vinculado con el de las primeras Elegías, emerge con la fuerza que impulsa al poeta a exclamar: «¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías/ de los ángeles?», y también: «¿Quién sois?/ Tempranos afortunados, vosotros, los mimados de la creación,/ líneas de altura, crestas de todo lo creado,/ rojizas al amanecer, polen de la divinidad en flor,/ quicios de la luz, pasadizos, escalas, tronos,/ espacios de esencias, escudos de delicia».
En el poema «Al Ángel», el último escrito en Ronda —nº ix de este libro— leemos: «Tú surges de nuestros obstáculos/ y los inflamas como altas cumbres», y lo sentimos próximo a aquellas energías lumínicas zoroastrianas que culminan en la Montaña de las Auroras llameantes, con cuya visión el alma mazdeísta anticipa la «transfiguración de la tierra», es decir, la visión de la tierra «en su Ángel». Jean-Yves Masson insiste en el sentido profundo de la afirmación de Rilke al respecto y considera que
… el poeta ha experimentado la necesidad de restaurar la parte de lo invisible en un mundo desequilibrado por su ignorancia de la muerte,
y también que
… lo invisible debe ser enriquecido por nosotros, sin cesar reinventado, bajo pena de privar de sentido al mundo terrestre.
Y vuelve sobre ello para completar la idea:
Rilke había empezado por pensar que «el mundo visto en el Ángel es tal vez [su] verdadera labor», cuando en un momento de éxtasis se había experimentado fuera de sí mismo, ciertamente abolido en su condición singular, pero comprendiendo íntimamente la vida de las cosas y captándola con una mirada que era la de la eternidad.
Mario Specchio, por su parte, comenta de este modo el aspecto múltiple del ángel en Poemas a la noche, destacando a la vez dos oscuridades, la de la altura y la de la «base»:
Si, en Toledo, Rilke había podido intuir la mediación entre lo humano y lo «sobrehumano», visible e invisible, es porque en Duino, por primera vez, había oído claramente la voz del ángel, de su ángel. Los años siguientes, en particular el bienio 12-14, lo verán empeñado en un cuerpo a cuerpo que conoce exaltación y pérdidas, y la lucha —como la de Jacob— tiene de apuesta la decibilidad del mundo, la reapropiación de la integridad ontológica. Los Poemas a la noche dan testimonio de tal misión, aprender —como escribe a mitad de enero de 1914— «la realidad de los ángeles tras la realidad de los fantasmas». Pero el ángel resiste: prueba de ello es la oscilación continua, en los Poemas a la noche, de su doble fisonomía: imagen de la trascendencia intangible o extrañadora y confín sobre el cual proyectar el encuentro con lo invisible. Y es precisamente esta ambivalencia de perspectiva la que constituye el eje de la elevación lírica, del mismo modo que la resistencia del ángel constriñe a un desplegar de fuerzas sin residuos e implica una reflexión radical sobre el concepto de naturaleza en todas sus manifestaciones. En tal aventura descuella el ángel «en majestad» del poema que se llamará «An den Engel» («Al ángel») y que se puede considerar el centro ideal y problemático del libro. […]: «Fuerte, inmóvil candelabro, colocado al borde:/ se hace exacta la noche en lo alto./ Nos disipamos en oscura indecisión/ junto a tu base». La oscuridad de la noche es nítida, completa, exacta como el perfil de las estrellas y se contrapone a la oscuridad de la «base», la maraña confusa de fuerzas que la luz de lo alto no ilumina.
El ángel se muestra como una magnitud ante la pequeñez del hombre y, como la noche, divide un día y otro, del mismo modo que divide la pintura de la Asunción de la Virgen de El Greco, que Rilke vio en San Vicente, de la que escribe:
… un ángel enorme irrumpe oblicuamente en el cuadro, y otros ángeles tan solo se elevan. El resto de la escena no podía ser otra cosa que ascensión, subida, y nada más. Esto es física del cielo.
Para Anthony Stephens, autor de un amplio estudio sobre los Poemas a la noche, también quedan claras las dos imágenes del ángel, y le interesa el paso hacia su aspecto mediador. Aquel terrible con el que «cualquier contacto por parte del hombre sería fatal», observa, en poemas posteriores deja de ser destructor del yo y «se ha convertido en una figura mediática», pero esa
… transición de un absoluto a una figura mediática —añade— no es, por la misma naturaleza de los Poemas a la noche, una progresión ni lógica, ni un tema explícito en la poesía.
Así «La noche inflexible» (poema xviii) dejará ver al final que los límites entre el espacio y el ser humano, la amada y el ángel son movedizos. Es decir, la noche no es tan inflexible y, según Stephens
… tiene una serie de posibles niveles de significado. Puede ser simplemente un aspecto del entorno, puede representar un tipo de comportamiento humano, o un aspecto de la psique…
Por otra parte, dice: «la noche ofrece la posibilidad de mediación entre lo finito y lo infinito». Es decir, llega un momento en que la noche se hace, en cierto modo, cómplice del poeta. No así el mundo. El mundo se presenta como «otro», está ahí. En la «Elegía ix», Rilke dirá: «Haber sido una vez, aunque solo una vez;/ haber sido terrestre no parece revocable». Y es cualidad del hombre, por su intelecto, situarse cara al mundo. Este tema, que culmina en la «Elegía viii» (escrita en 1922), aparece ya con nitidez en los Poemas a la noche, concretamente en los escritos en España. Y con él, el concepto de lo «abierto» —¡con qué facilidad podía surgir en Ronda esta imagen!— y la figura del pastor, casi tan significativa, por concreta, en estos poemas, como el ángel.
el pastor
En la importante carta que Rilke escribe en Valmont el 25 de febrero de 1926, explica:
Esta Elegía viii menciona al amante de forma puramente pasajera, para representar una situación humana que permite, por un momento, esta visión hacia lo «abierto» que podíamos representar por «la despreocupación» del animal. Hay que comprender la idea de lo «abierto» que trato de expresar en esta Elegía en el sentido de que el grado de conocimiento del animal le ha puesto en el mundo sin hacerse sentir en todo momento (como nos ocurre a nosotros). El animal está en el mundo; nosotros nos encontramos ante él, a causa de la transformación y del desmesurado incremento experimentado por nuestro conocimiento. Lo «abierto» no quiere decir, pues, cielo, aire o espacio, ya que para el espectador esto constituye «objeto» y por lo tanto, es «opaco» y cerrado. El animal o la flor probablemente representan todo esto sin darse cuenta y poseen la libertad abierta indescriptible, cuyo equivalente hallamos nosotros únicamente en los primeros momentos del amor, en los que el hombre ve en el otro, en el ser amado, la propia dimensión y la forma de elevarse a Dios.
El animal nada sabe de la muerte y se sitúa cara al infinito sin angustia; no conoce su futura decadencia, su ser es limitado y su mirada pura se orienta siempre hacia delante.
Esta cuestión aparece, pues, en los poemas de la «Trilogía española», escrita en Ronda, que sin este título constituyen los números x, xi y xii del libro. Así en el número xi, el poeta se pregunta el porqué del pastor, que carece del alivio del rebaño, puesto que, al contrario que el animal, tiene el mundo delante cada vez que levanta los ojos. Durante la noche, en cambio, se transforma e incorpora el grito del ave —voladora— y su rostro abarca las estrellas. Los dos espacios surgen con igual fuerza en el siguiente poema, número xii, donde lejos del tumulto de las ciudades, el bardo, por un lado, ansía formar parte del paisaje como una piedra, y por otro, descubre la magnitud del hombre vinculado a las labores esenciales: de nuevo el pastor.
Ferreiro Alemparte, comentando que la «Trilogía» entera está dedicada a la figura del pastor, dice que, habiéndose solicitado a Heidegger que seleccionara diez poemas para una antología, Geliebte Verse, sólo indicó tres, uno de Gottfried Benn, otro de Hof-mannsthal y la «Trilogía española» de Rilke. Esto le hace suponer que su predilección por esta obra
puede venir en apoyo de la frase oral pronunciada por Angelloz, según la cual Heidegger parece haber confesado en cierta ocasión que su filosofía no era más que el despliegue conceptual de lo que Rilke había dicho poéticamente. […] Nosotros creemos incluso —añade— que la famosa frase de Heidegger contenida en Ueber den Humanismus (Sobre el humanismo) del año 1946: «Der Mensch is nicht der Herr des Seienden. Der Mensch ist der Hirt des Seins» (el hombre no es el señor de lo existente. El hombre es el pastor del Ser) procede directamente de la «Trilogía española».
Se trata de custodiar el Ser.
A este propósito —sigue Ferreiro Alemparte— Heidegger trae una frase del maestro Eckhart comentando un pasaje de Dionisio Areopagita: «el amor es de tal naturaleza, que cambia al hombre en la cosa que ama». Esta incorporación amorosa […] es precisamente lo que siempre ha buscado Rilke: suprimir la crasa oposición sujeto-objeto pues en el corazón del poeta «se refleja y late el corazón del mundo».
En el poema xii, el pastor incorpora la grandeza divina y su mente equivale al espacio, y el espacio está tan identificado con él que incluso piensa por él. Ahora es el mundo el que rechaza esta noche ilimitada, pero el espacio se muestra cercano y aproxima su existencia (poema xiii) y acaso arrebata a los ángeles algo de energía y se la cede al hombre. El espacio se vuelve cómplice, mientras Dios —se trata de un Dios creado por la mente humana— se limita a ser en silencio. En ese silencio, las barreras del mutuo desconocimiento entre el hombre y el ángel parecen cobrar otro carácter, el de lo conocido inexplicable. Surge así la proximidad a un centro secreto y de ahí el intercambio que empuja al hombre hacia los confines del universo, que lleva a un más allá, al nivel de lo sagrado. Por ello la noche, aunque reveladora, es a la vez sustentadora del misterio.
lugar y no lugar
Estos atisbos que el catalizador de las Elegías hará que se concreten más y que en la carta a Hulewicz se explican con las palabras «no hay más acá ni más allá, sino solo la gran unión en que los seres perfectos que son los ángeles están en su elemento», los vemos ampliados en la misma carta:
… la temporalidad se precipita por todas partes hacia un ser profundo. Y así no solo se deben utilizar todas las formas del ahora dentro de los límites del tiempo, sino que, tanto como seamos capaces, debemos integrarlas en esas significaciones superiores en las que tenemos parte. Pero no en el sentido cristiano (del que me alejo cada vez más apasionadamente); sino que, con una conciencia puramente terrenal, profundamente terrenal, felizmente terrenal, se trata de integrar lo aquí visto y tocado en un ámbito más amplio, el más amplio. No en un más allá cuya sombra oscurezca la tierra, sino en un todo, en el todo.
Pero esta tierra, este todo, tiene su otra cara, su rostro oculto, su «no-lugar» (el na-kojâ abad de Soh-ravardi, filósofo persa del siglo xii que hizo la síntesis del platonismo y la doctrina zoroastriana), que es precisamente el del ángel. Así puede decir Mario Specchio —abundando en la tesis de Cacciari, y remitiendo a la «Elegía viii»— que el ángel de Rilke
… vuelve su mirada hacia el interior, libre de la consistencia de los fenómenos, pero abarcador de la totalidad ontológica. […] El lugar en que actúa es un no-lugar, ein Nirgends ohne Nicht.
De hecho, dice Anthony Stephens, hay que mirar los Poemas a la noche «como una exploración sobre el problema de la trascendencia en términos de generalizada experiencia humana». Y en este sentido sería clave la figura de la amada, tan vinculada a la noche en esta obra, y que por otra parte, revela los conflictos no resueltos que se hallan en el camino. Dice concretamente Stephens:
La situación amorosa con frecuencia viene a representar un problema más amplio de relación del yo con el mundo y es un intento de establecer esta relación dándole sentido [lo que] sería bastante complejo, pero lo es más debido a otro factor […] determinante de la situación general de Poemas a la noche. Hablando de modo abarcador, es la necesidad de trascendencia.
Respecto al espacio, importantísimo en estos poemas, pues es donde los límites se desvanecen y las cosas concretas cobran inmensidad e incluso infinitud, Rilke tiene también captaciones anteriores, que podemos detectar cuando contrapone la imagen del hombre al paisaje. Ya en 1902, en su texto Sobre el paisaje, dice que el contenido de determinados cuadros
nos habla de que ha empezado un futuro en medio de nuestra época; que el hombre ya no es el ser sociable que anda en equilibrio con lo que le es semejante, y tampoco aquel por cuya causa anochece y amanece y hay cercanías y lejanías. Que está puesto entre las cosas como una cosa, infinitamente solo y que con toda comunidad de hombres y cosas se ha retirado a la hondura común en la que beben las raíces de todo lo que crece.
Previamente, tras analizar la relación del hombre griego con el paisaje, apuntaba:
… el hombre cristiano perdió esta relación con el cuerpo, sin acercarse por ello de verdad al paisaje; hombres y cosas eran como letras, y formaban largas y pintadas frases con un alfabeto de iniciales
para seguir comentando La Gioconda de Leonardo y observar que éste captó el paisaje
… como un medio de expresión para una experiencia, una profundidad y una tristeza casi indecibles […]/ Todavía nadie ha pintado un paisaje que sea tan enteramente paisaje, y sin embargo sea confesión y voz personal, como aquella profunda tras la Mona Lisa. Como si todo lo humano estuviera contenido en su figura infinitamente silenciosa; pero todo lo demás, todo lo que está ante el hombre, y más allá de él, estuviera en esas misteriosas relaciones entre montes, árboles, puentes, cielos y agua. Este paisaje no es imagen de una impresión, no es la opinión de un hombre sobre cosas inmóviles; es naturaleza que ha surgido, mundo que ha llegado a existir y que es tan extraño para el hombre como el bosque virgen de una isla no descubierta. Y mirar el paisaje como algo lejano y como algo remoto y sin amor, que se cumple enteramente en sí mismo, era necesario…
En 1905, en carta a Clara Westhoff dice que «Rodin se hacía paisaje», lo cual le ha dado «esa juventud intacta, como de rocío, de su fuerza, ese acorde con lo intemporal, ese tranquilo entendimiento de la vida».
movimiento
En el espacio hay ángeles ardiendo, se dice en el poema v —energías lumínicas— que avanzan porque tienen un fin claro —son inteligencias— y pronto la amada —o su rostro— está ya en ese mismo plano, sus rasgos se hacen espacio, espacio infinito, como la noche, y por ello es aparición inagotable desde el cielo (poema i) y acaso «no consuela», pues es como Dios: se limita a ser. El rostro, el ángel, la noche, las estrellas… La vagarosidad de estos poemas, afirma Stephens, se debe a que «la noche y el ángel, las estrellas y la “amada” tienden a cambiar su sentido y su relación con el yo de un poema a otro». Son, al fin, polos que se intercambian,
… unos y otros —observan Gabrielle Althen y Jean-Yves Masson en el postfacio a los Poemas a la noche— no cesan de transportarse, los ángeles de ir hacia los hombres, los hombres de ir hacia la premonición de los ángeles, lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande de viajar uno hacia otro […] de ahí un extrañamiento continuo.
Es un intercambio de posición, afirman, de modo que al respirar la oscuridad de la tierra se pierde el rostro y se asciende, y «desde lo alto, el abismo se apoya en ti».
Acaso en Poemas a la noche, ésta se destaca ante todo porque en su oscuridad tenebrosa, aunque poblada de astros, no solo resulta inalcanzable por identificarse —en su no estar delimitada por la luz— con el mismo espacio infinito, sino que cruza los milenios (poema iv), es decir, el tiempo, y, por todo ello, es inexpresable, pues rebasa la palabra. Esta oscuridad, que es luz, hace del espacio la sede de lo sublime, aunque roza el rostro de lo material. El hombre, cobrando impulso, se lanza hacia ella para vencer la dualidad (poema xv). Pero el paisaje duda, las cosas cercanas no se hacen comprensibles. El poeta ve lo que no ve, la noche juega con él, y él se queda perplejo, siente hostiles el monte, la ciudad… La extrañeza rodea sus sentimientos. Según Massimo Cacciari aquel grito con que se inician las Elegías brota de esa extrañeza del hombre respecto al ángel, «su terrible presencia es solo signo de distancia, de separación», dice.
Esta extrañeza se detecta también en el amor, que es súplica incesante. La amada es «eternamente» ansiada y perdida de antemano, es aparición inagotable desde el cielo (poema i), y también ella participa de lo sagrado, de pronto está en el plano angélico, y sus rasgos se hacen espacio (poema vi). Y a veces parece representar al ángel iranio Daena, que, en el momento de la muerte, espera al hombre purificado para formar con él el andrógino primigenio. Este sería el triunfo que permitiría la celebración que reflejan las últimas Elegías. Pero en Poemas a la noche no acontece. Gabrielle Althen y Jean-Yves Masson apuntan que
… a diferencia de la riqueza de las Elegías, los Poemas a la noche aparecen primero como la repetición indefinida de un mismo tema y sus armónicos: una sola meditación se especifica y ahonda, para el que busca atrapar sin fijarlas las fronteras huidizas de lo que las Elegías llaman lo abierto.
Esto supone un desamparo ante lo cósmico, una soledad esencial, acaso la que hace que el poeta concluya: «Ansia de relación por todas partes, y por ninguna afán;/ mundo excesivo, y suficiente tierra». Esta conclusión no es negativa, es, a pesar del ansia, una constatación de la realidad, de aquel «Hiersein ist alles», y de que en este estar aquí puede acontecer el momento del no aquí, del no lugar y del no tiempo, coincidiendo en este punto con algunas interpretaciones sufíes, según las cuales, el paraíso está aquí y es incluso el propio cuerpo del fiel creyente.
La soledad, de todos modos, es necesaria para el artista, como lo es el silencio, ya que la creación requiere una escucha atenta, y es precisamente gracias al silencio máximo como se puede oír el latido de lo invisible. Por este motivo Rilke es consciente de que el arte exige una entrega completa. Se trata de una vocación. Así lo expresa en Recuerdo (fragmento) de 1913, cuando excusa de ello a los que «están dirigidos a sí mismos» y se pregunta:
¿Pero yo? ¿No estoy situado justamente para formar lo que no puedo vivir, lo excesivamente grande, lo prematuro, lo horrible, ángeles, cosas, animales; lo inmenso, si es necesario? Precisamente esto, mi Dios inexorable, exigiste de mí, y me llamaste para ello, mucho antes de que fuera mayor de edad.
Esta vocación artística se basa en la sensibilidad del hombre, cuyo ser se sustenta en lo corporal, cuyo pensamiento es movido por los sentidos. Esto es algo claro para Rilke. Va precisamente a parar a este punto en un párrafo del texto Rumor originario, que data de 1919:
En cierta época en que empecé a ocuparme de la poesía árabe, en cuya producción parecen tener partes similares y simultáneas los cinco sentidos, se me ocurrió por primera vez qué desigual y aisladamente se sirve el poeta europeo de estos transmisores, de los cuales casi sólo uno, la vista, sobrecargada de mundo, le subyuga constantemente; […] sin embargo, el poema completo sólo puede surgir con la condición de que el mundo, levantado a la vez por cinco palancas, aparezca bajo determinado aspecto en ese plano sobrenatural que es, precisamente, el del poema.
transformación
El poema se sitúa, pues, en un nivel que está por encima del cotidiano, la labor del poeta es captar la tierra e imprimirla en su interior, de modo que «su esencia resucite de nuevo en nosotros invisible», escribe a Hulewicz. Y es que, de hecho, el poeta debe transmutarse en la obra (Réquiem por un poeta, 1980) y por ello su labor ha de convertirse en su propia naturaleza. Massimo Cacciari afirma que
el hombre puede transformar en invisible no de otro modo que diciendo. […] es la palabra la que transforma en invisible al internar en sí la cosa.
Esta transformación a través de lo audible, de todos modos, sigue unas leyes, porque si
… la cosa está determinada —escribe Rilke en 1905, en carta a Lou Andreas-Salomé—; la cosa de arte debe estar aún más determinada, apartada de toda casualidad, retirada de todo lo confuso, arrebatada al tiempo y entregada al espacio, se ha hecho perdurable, apta para la eternidad. El modelo parece, la cosa de arte es.
Un deseo de ser es el impulso creador, un deseo, un amor. Amor y arte están unidos, y uno y otro son para Rilke «la única posibilidad de superar la condición humana». Y esta superación debe ser gloriosa. Concretamente, al arte hay que considerarlo, dice, no «como una selección a partir del mundo, sino como su entera transformación en esplendor».
Los Poemas a la noche son esa vía hacia la transformación. Como las Elegías de Duino son en sí formas transformantes, lo que ofrece ciertos escollos. Jaime Siles afirma:
… la dificultad que Rilke opone es muy varia y la atracción que sobre el lector ejerce es muy amplia: incluso su superficie es permeable, escarpada y rugosa.
Y es también ondeante. Del mismo modo, los conocimientos que por su lectura se detectan se han transformado; y, respecto a ello, es lúcida la observación de Eustaquio Barjau:
… el sistema de nuestro poeta, carente totalmente de tradición, lo más alejado que podemos imaginar de un producto libresco, en el que todas las «influencias» que podamos encontrar se deben únicamente a lo que cabría llamar «ósmosis cultural», se va formando de un modo lento y progresivo desde el Libro de horas (1901-1907).
Es decir, por más que el poeta intente delimitar los simbolismos sucesivos de sus imágenes, su espectro completo, incluso a él mismo se le escapa. Esto se debe a que, cuanto recibe, lo recibe con la mente viva y, por tanto, en movimiento. Por lo mismo, cualquier afirmación sobre la poesía de Rilke supone el riesgo de una pérdida, pues un solo foco de luz no acertará a enfocar sus múltiples facetas.
Manantial, fuente, remolino —como los ángeles—, ondas, olas son esos Poemas a la noche: no son algo concluido, están siendo, están llegando a ser en cada momento y logran estilísticamente, de este modo, abarcar mucho más de lo que dicen —y aquí podríamos aproximar su estilo a aquel «idioma productivo» del que hablaba Goethe respecto a la poesía persa—, y logran también apuntar claramente a ese todo anhelado por Rilke que, incesante en la investigación de su quehacer creador, dijo: el arte es «la pasión de la totalidad».

Clara Janés