Black and blue. Una nueva generación habla de ser negro en Estados Unidos

Garnette Cadogan es redactor general de Nonstop Metropolis: A New York City Atlas (coeditado por Rebecca Solnit y Joshua Jelly-Schapiro). Actualmente es profesor visitante del Institute for Advanced Studies in Culture de la Universidad de Virginia, e investigador visitante del Institute for Public Knowledge de la Universidad de Nueva York. Escribe sobre cultura y arte en varias publicaciones.

Garnette Cadogan, 17.07.2020 Publicado en FronteraD

“Había una ciudad que aguardaba que la descubriera, y no iba a dejar que unos datos inconvenientes me lo impidieran. Estos delincuentes estadounidenses no son nada comparados con los de Kingston, pensé. No representan una amenaza real para mí. Lo que no me dijeron es que sería yo quien supondría una amenaza para los demás. Una noche, cuando volvía a la casa que, ocho años después de mi llegada, pensaba que me había ganado el derecho a llamar hogar, saludé con la mano a un policía que pasaba en coche. Momentos después, me hallaba empotrado contra su coche, con las manos esposadas”. La BAAM (Biblioteca AfroAmericana de Madrid) se suma con un libro a la reflexión sobre el racismo en Estados Unidos, y más allá.

Mi amor por caminar me viene de la infancia, de pura necesidad. Sin nada que agradecer a la mano larga de un padrastro, encontraba mil razones para no pisar mi casa y solía quedarme por ahí –en casa de algún amigo o en una fiesta de barrio no apta para menores– hasta que se hacía demasiado tarde como para volver en transporte público. Así que volvía andando.

Las calles de Kingston, en Jamaica, podían ser aterradoras en los años 1980. Por ejemplo, podías terminar muerto si un esbirro político pensaba que venías del barrio inadecuado, o incluso si llevabas el color inadecuado. Si ibas de naranja te identificaban con un partido político y si ibas de verde con el otro, de modo que, si eras neutral o te alejabas de casa, más te valía escoger bien tus colores. Llevar el color inadecuado en el barrio inadecuado podía significar tu último día. No era de extrañar, entonces, que mis amigos y los raros transeúntes nocturnos me tomaran por loco cuando daba largas caminatas nocturnas a través de zonas políticas rivales. (Y a veces me hacía el loco de verdad y me ponía a gritar incongruencias cuando pasaba por puntos especialmente peligrosos, como un escondrijo de ladrones a orillas de un desagüe pluvial. Los depredadores no hacían caso, o se reían, de un chiquillo en uniforme escolar que decía disparates).

Trabé amistad con desconocidos y pasé de ser un chico muy tímido y raro a uno extrovertido y raro. El mendigo, el proveedor, el jornalero pobre eran paseantes experimentados y se convirtieron en mis maestros nocturnos; conocían las calles y me instruían sobre la mejor manera de transitarlas y disfrutarlas. Yo me veía como un Tom Sawyer jamaicano, ora deambulando por las calles para coger mangos maduros que podían alcanzarse desde la acera, ora merodeando por una fiesta de barrio con competiciones de sistemas de sonido, provistos, todos ellos, de altavoces apilados para crear rascacielos de bajos potentes. Estas calles no daban miedo; cuando la serenidad no reinaba en ellas, estaban llenas de aventuras. Allí junté fuerzas con una banda de alegres paseantes que habían perdido el autobús por unos minutos, nuestros pies aún en movimiento mientras sacábamos el pulgar para hacer autoestop a lugares que estuvieran más cerca de casa, gastando bromas a medida que, uno tras otro, los vehículos pasaban de largo a toda mecha. O me perdía en momentos muy a lo Walter Mitty, y mi joven mente imaginaba futuros alternativos. Las calles tenían su propia seguridad: a diferencia de casa, en ellas podía ser yo mismo sin miedo al daño físico. Caminar se convirtió en algo tan habitual y familiar que el camino a casa devino mi hogar.

Las calles tenían sus normas, y me encantaba el desafío de intentar domeñarlas. Aprendí a estar alerta a los peligros circundantes y los deleites cercanos, y me enorgullecía reconocer detalles reveladores que mis pares pasaban por alto. Kingston era un mapa de compleja, y a menudo extraña, actividad cultural, política y social, y me erigí en su cartógrafo noctámbulo. Aprendí a sortear un paso predatorio y apresurarme para charlar cuando la cadencia de unos andares transmitía cordialidad. Casi siempre solo veía hombres. Ver a una mujer sola caminando en medio de la noche era algo tan común como ver a un gamusino; el pedestrismo a la luz de la luna era muy peligroso para ellas. A veces, de noche, cuando empezaba a bajar los cerros sobre Kingston, tenía la impresión de que la ciudad estaba “en pausa” o se movía a cámara lenta, como si en mi descenso fuera atajando por las hondas divisiones sociales de Jamaica. Pasaba con brío por delante de las mansiones en los cerros con vistas a la ciudad, ahora transformada en una alfombra de luces moteadas bajo una cortina de estrellas; paseaba por urbanizaciones burguesas ocultas tras altos muros coronados de alambre de espino; y zigzagueaba por barriadas de chabolas de zinc y madera, hacinadas e inclinadas como un grupo prieto de bailarines de limbo[1].

Con mi descenso sobrevenía un aumento de la vitalidad de la vida en la calle –salvo cuando no era así: ciertas barriadas pobres mostraban los violentos tiroteos y las calles inquietantemente desiertas de las películas del Salvaje Oeste–. Yo sabía de sobra que debía sortearlas incluso a mediodía.

Empecé a ir a pata después de anochecer cuando tenía diez años. A los trece, raras veces volvía a casa antes de medianoche, y algunas noches me encontraban compitiendo con el alba. Mi madre se quejaba a menudo: “Mek yuh love street suh? Yuh born a hospital; yuh neva born a street”. (“¿Por qué te gusta tanto la calle? Naciste en un hospital, no en la calle”).

Me fui de Jamaica en 1996 para asistir a la universidad en Nueva Orleans, una ciudad que, según había oído, era “la ciudad caribeña más septentrional».

Quería descubrir –a pie, desde luego– qué tenía de caribeña y qué de norteamericana. Mansiones imponentes en calles jalonadas de robles y tranvías que las atravesaban con gran estruendo, casas de vivos colores que daban una apariencia festiva a bloques enteros, grupos de personas con trajes resplandecientes bailando al ritmo de las bandas de metales en plena calle, cocinas –y aromas– que mezclaban las tradiciones culinarias de África, Europa, Asia y el sur estadounidense; una yuxtaposición del viejo y del nuevo mundo, de lo desconocido y de lo conocido: ¿quién no habría querido explorarlo?

En mi primer día fui a dar un paseo de varias horas para hacerme una idea de la ciudad y comprar suministros para transformar en un espacio acogedor mi dormitorio, verdadero búnker carcelario. Cuando algunos miembros del personal universitario descubrieron lo que había estado haciendo, me aconsejaron que restringiera mis paseos a lugares recomendados como seguros a los turistas y a los padres que acudían de visita. Echaron mano de las estadísticas sobre la tasa de delincuencia en Nueva Orleans. Sin embargo, como la tasa de delincuencia de Kingston eclipsaba estas cifras, decidí desoír sus precauciones bienintencionadas. Había una ciudad que aguardaba que la descubriera, y no iba a dejar que unos datos inconvenientes me lo impidieran. Estos delincuentes estadounidenses no son nada comparados con los de Kingston, pensé. No representan una amenaza real para mí.

Lo que no me dijeron es que sería yo quien supondría una amenaza para los demás. En cosa de unos días, percibí que muchas personas me miraban con aprensión en la calle: algunos me lanzaban una mirada circunspecta al acercarse y luego cambiaban de acera; otros, que caminaban por delante de mí, echaban un vistazo atrás y, al registrar mi presencia, apretaban el paso; ancianas blancas se aferraban a sus bolsos; jóvenes blancos me saludaban nerviosamente, como para convencerse de que no pasaba nada: “¿Qué hay, hermano?”. En una ocasión, menos de un mes después de mi llegada, intenté ayudar a un hombre cuya silla de ruedas se había quedado atascada en medio de un paso de peatones; el hombre me amenazó con dispararme en la cara y luego pidió ayuda a un peatón blanco.

Yo no estaba preparado para nada de esto. Procedía de un país de mayoría negra, donde nadie recelaba de mí por el color de mi piel. Ahora dudaba de quién me tenía miedo. En concreto, no estaba preparado para la policía. Me paraban y me acosaban cada dos por tres, y me hacían preguntas que daban por sentada mi culpabilidad. A mí nunca me habían soltado lo que muchos de mis amigos afroamericanos llamaban “La conversación”: mis padres no me habían dicho cómo comportarme si me paraba la policía, ni que debía mostrarme lo más educado y colaborador posible, dijeran lo que dijeran o hicieran lo que hicieran. De manera que tuve que improvisar mis propias reglas del juego: acentuar mi acento jamaicano, mencionar rápidamente mi universidad, sacar “fortuitamente” mi tarjeta de estudiante cuando me pedían el permiso de conducir.

Mis tácticas de supervivencia empezaban mucho antes de marcharme de la residencia. Salía de la ducha con la policía en la cabeza y me dedicaba a reunir un vestuario a prueba de policías. Una camisa Oxford de color claro. Un jersey de cuello de pico. Unos pantalones color caqui. Botines de piel. Sudadera o camiseta con el emblema de mi universidad. Cuando caminaba, mi identidad era puesta en duda con regularidad, pero también hallaba maneras de reafirmarla. (Me vestía con el estilo estudiantil de la Ivy League, aunque luego añadí mi pedigrí jamaicano llevando botas Clark Desert, el calzado preferido de la cultura urbana jamaicana). No obstante, el atuendo clásico americano de camiseta blanca y vaqueros, que muchos agentes de policía asociaban al atuendo de los gamberros negros, estaba vedado para mí; al menos si quería tener la libertad de movimiento que yo deseaba.

En esa ciudad de calles exuberantes, caminar se tornó una negociación compleja y a menudo opresiva. Si veía a una mujer blanca caminando hacia mí de noche, yo cruzaba la calle para garantizarle que no corría peligro. Si me olvidaba algo en casa, no me volvía de inmediato si tenía a alguien detrás, porque había descubierto que un giro brusco suscitaba alarma. (Tenía una regla de oro: guardar una amplia distancia con quienes pudieran considerarme un peligro. De lo contrario, el peligro podría visitarme a mí). De pronto, Nueva Orleans parecía más peligrosa que Jamaica. La acera era un campo de minas, y la menor vacilación y precaución que yo me imponía como autocensura reducían mi dignidad. A pesar de lo mucho que me esforzaba, las calles nunca me resultaron del todo seguras. Incluso un simple saludo era sospechoso.

Una noche, cuando volvía a la casa que, ocho años después de mi llegada, pensaba que me había ganado el derecho a llamar hogar, saludé con la mano a un policía que pasaba en coche. Momentos después, me hallaba empotrado contra su coche, con las manos esposadas.

Cuando más tarde le pregunté –tímidamente, desde luego; de otra forma me habría caído una buena tunda– por qué me había detenido, me dijo que mi saludo había levantado sus sospechas. “Nadie saluda a la policía”, explicó. Cuando les conté a mis amigos su respuesta, fue mi conducta, no la del policía, la que les pareció absurda. “¿Pero se puede saber por qué hiciste semejante estupidez? –dijo uno–. Tú sabes que no puedes ser amable con la policía”.

Unos días después de marcharme de viaje a Kingston, el huracán Katrina azotó y devastó Nueva Orleans. Yo me había ido, no por la tormenta, sino porque mi abuela adoptiva, Pearl, se estaba muriendo de cáncer. Llevaba ocho años sin pasear por aquellas calles, desde mi última visita, y regresé a ellas principalmente de noche, la hora más propicia para pensar, rezar, llorar. Caminé para sentirme menos alienado; de mí mismo, que luchaba contra la pena de ver a mi abuela enferma en fase terminal; de mi casa en Nueva Orleans, inundada y en aparente estado de abandono; de mi país natal, que ahora, precisamente por mi familiaridad con él en la niñez, se me hacía extraño. Me sorprendió cuán familiares me resultaron sus calles. Aquí estaba la esquina donde la fragancia del pollo en adobo me saludaba, junto con el mensaje de paz y amor de Greetings, en la cálida voz de tenor de Half Pint, que difundía un pequeño pero potente altavoz en un radio de al menos un kilómetro a la redonda. Era como si hubiese entrado en 1986, banda sonora incluida. Y allí estaba la pared de la tienda del barrio, adornada con los colores rastafaris, rojo, dorado y verde, junto con imágenes de los héroes nacionales e internacionales Bob Marley, Marcus Garvey y Haile Selassie. La pandilla de chicos que, apoyados en ella, se gastaban bromas era reconocible; distintas caras con

historias similares. Me asombró cuán seguras me parecieron las calles, nuevamente un cuerpo negro entre muchos otros cuerpos negros, sin la necesidad de tener que anticipar las variadas formas de miedo que mi presencia podría instilar, ni cómo ofrecer un lenguaje corporal que fuera tranquilizador. Los coches de policía que pasaban eran nuevamente meros coches de policía que pasaban. La policía jamaicana podía ser brutal, pero no me percibía como la policía estadounidense. Yo podía ser invisible en Jamaica como no podía serlo en Estados Unidos.

Caminar me devolvió un espectro más amplio de posibilidades. ¿Y para qué caminar si no era para crear un nuevo espectro de posibilidades? Siguiendo la serendipia, añadí nuevas rutas a los mapas mentales que había hecho de mis constantes paseos por esa ciudad desde mi infancia hasta el inicio de la edad adulta, tracé variaciones sobre los antiguos caminos. La serendipia, me había dicho una vez un mentor, es una forma secular de hablar de la gracia; es un favor inmerecido. Desde un punto de vista teológico, pues, caminar es un acto de fe. Caminar es, al fin y al cabo, caída interrumpida. Vemos, escuchamos, hablamos y creemos que cada paso que damos no será el último, sino que nos llevará a un entendimiento más rico del yo y del mundo. En Jamaica sentí nuevamente que la única identidad que importaba era la mía propia, no la identidad restringida que otros me habían construido. Encontré mi mejor yo paseando. Dije, como Kierkegaard: “Mis mejores pensamientos los he tenido caminando”.

Cuando quise regresar a Nueva Orleans desde Jamaica un mes después, no había vuelos. Pensé en volar a Texas y aprovechar para volver a mi barrio en cuanto se abriera su realojamiento, pero mi tía adoptiva, Maxine, que no soportaba la idea de que yo regresara a una zona ciclónica antes de que la temporada de huracanes finalizara, me convenció para que me quedara con ella en Nueva York. (Para reforzar su argumento me envió un artículo sobre la compra de armas entre los texanos, porque temían la afluencia de personas negras de Nueva Orleans). No le costó mucho convencerme: yo quería estar en un lugar donde pudiera moverme a pie y, lo más importante, seguir cultivando el bienestar que me procuraba caminar de noche. Y estaba deseoso de seguir los pasos de los ensayistas, poetas y novelistas que habían paseado por esa gran ciudad antes que yo: Walt Whitman, Herman Melville, Alfred Kazin, Elizabeth Hardwick. Había visitado antes la ciudad, pero esos viajes habían sido como hacer una gira en un coche deportivo. Agradecí la oportunidad de pasear. Quería caminar junto al espíritu de Whitman y “descender a las aceras, confundirme con la muchedumbre y mirar con ellos”. De modo que me fui de Kingston con la popular despedida jamaicana resonando en mi cabeza: “¡Camina bien!”. Que tengas buen viaje, en otras palabras, y gran éxito en tus andanzas.

Llegué a Nueva York dispuesto a perderme en “la muchedumbre de Manhattan, con su turbulento coro musical” de Whitman. Me maravilló lo que Jane Jacobs había alabado como “el ballet de las aceras de la buena ciudad” en su antiguo barrio, el West Village. Pasé caminando bajo los rascacielos del centro, que soltaban su energía en las calles como personas llenas de vida, hasta llegar al Upper West Side, con sus regios edificios

de apartamentos Beaux Arts, sus estilosos residentes y sus bulliciosas calles. Al adentrarme en Washington Heights, las aceras se derramaban con una mezcla efervescente de jóvenes y viejos residentes judíos y dominicanos estadounidenses, y pasé por el frondoso Inwood, cuyas cuestas se elevaban para revelar bellas vistas del río Hudson desde sus parques, hasta llegar a mi casa en Kingsbridge, en el Bronx, con sus hileras de casitas y edificios de ladrillo próximos a las bulliciosas aceras de Broadway y la serena extensión de Van Cortlandt Park. Fui a Jackson Heights, en Queens, para ver a la gente socializar en urdu, coreano, español, ruso e hindi en torno a patios ajardinados. Y cuando quise un sabor de casa, me dirigí a Brooklyn, en Crown Heights, para degustar comida, música y humor de Jamaica aderezados con un regusto neoyorquino. La ciudad era mi patio de recreo.

Exploré la ciudad con amigos, y luego con una mujer con la que empecé a salir. Ella deambuló incansablemente conmigo, asimilando los numerosos placeres de Nueva York: cafeterías abiertas hasta el amanecer, parques verdeantes con abundantes recovecos, comida y música de todo el planeta, barrios extravagantes con residentes aún más extravagantes. Mis impresiones de la ciudad tomaron forma durante mis paseos con ella.

Al igual que la relación, estos primeros meses de exploración urbana fueron puro romance. La ciudad era seductora, estimulante, vibrante. Pero no transcurrió mucho tiempo antes de que la realidad me recordara que yo no era invulnerable, especialmente cuando caminaba solo.

Una noche corría hacia una cena en el East Village, cuando el hombre blanco que iba delante de mí se volvió y me dio un puñetazo en el estómago con tanta fuerza que pensé que mis costillas se habían trenzado a mi espina dorsal. Imaginé que el hombre iba borracho o que me había confundido con un viejo enemigo, pero pronto descubrí que, sencillamente, me había tomado por un delincuente solo por mi raza. Cuando descubrió que sus imaginaciones habían sido erróneas, me vino con que todo había sido culpa mía por correr detrás de él. Este incidente me pareció una aberración y no le di más vueltas, pero la desconfianza mutua entre la policía y yo era imposible de pasar por alto. Era algo primario. La policía entraba en una plataforma de metro; yo los percibía. (Y percibía que el resto de hombres negros registraban su presencia igualmente, mientras que el resto de personas permanecían ajenas a su presencia). Si se quedaban mirando fijamente, yo me ponía nervioso y lanzaba una mirada de reojo. Si me observaban sin pestañear, me sentía incómodo. Les aguantaba la mirada, inquieto por si les parecía sospechoso. Y sus sospechas aumentaban. Continuábamos con este diálogo silencioso e incómodo hasta que el metro llegaba y por fin nos separaba.

Recuperé las antiguas reglas que me había fijado en Nueva Orleans y las perfeccioné. Nada de correr, sobre todo de noche; nada de movimientos bruscos; nada de sudaderas con capucha; nada de objetos en la mano, especialmente si eran brillantes; nada de esperar a amigos en las esquinas, no fuera que me confundieran con un camello; nada de quedarse cerca de una esquina con el teléfono móvil (por la misma razón). Sin embargo, cuando empecé a confiarme, inevitablemente me salté algunas de estas reglas, hasta que un encuentro nocturno me devolvió celosamente a ellas, con la lección aprendida de que bajar la guardia era una imprudencia.

Después de una suntuosa cena italiana y de unas copas con los amigos, fui caminando deprisa hacia el metro de Columbus Circle, porque llegaba tarde a la cita con otro grupo de amigos para ver un concierto en el centro. Oí que alguien gritaba y, cuando levanté la vista, vi a un agente de policía que se acercaba apuntándome con su pistola. “¡Contra el coche!”. En un santiamén tenía a media docena de policías encima de mí. Me empotraron contra el coche y me esposaron. “¿Por qué corrías?”. “¿Adónde vas?”. “¿De dónde vienes?”. “¡Te he preguntado que por qué corrías!”. Como no podía responderles a todos a la vez, decidí contestar primero al que parecía más dispuesto a pegarme. Rodeado de un enjambre, intenté centrarme en uno solo sin irritar inadvertidamente a los demás.

No funcionó. Frustrados porque solo le había contestado a uno y no a los demás con suficiente rapidez, comenzaron a vociferar. Uno de ellos, que hurgaba en mis bolsillos ya vaciados, me preguntó si llevaba armas, aunque sonó más a acusación que a pregunta. Otro me martirizaba preguntándome una y otra vez de dónde venía, como si en el decimoquinto asalto fuera a contarle la verdad que él imaginaba. Aunque no dejé de repetir, con calma, por supuesto –o sea, buscando un tono que hiciese oídos sordos a mi corazón acelerado y a los escupitajos de sus gritos en mi cara–, que venía de despedirme de unos amigos dos manzanas más abajo, y que, sí, señor, sí, agente, por supuesto, agente, todos seguían allí y podían responder por mí, para ver a otros amigos cuyos mensajes de texto podían verificar en mi teléfono, no sirvió de nada.

Para un hombre negro, afirmar su dignidad ante la policía es arriesgarse a que lo agredan. Es más, ellos tienen en menor consideración la dignidad de las personas negras, y por eso yo siempre me he sentido más a salvo si me paraban delante de testigos blancos que de testigos negros. Los polis conceden menos importancia al testimonio y las súplicas de los espectadores negros, mientras que, por lo general, la preocupación de los blancos les afecta más. Un testigo negro que hiciera una pregunta o pusiera peros amablemente podría terminar rápidamente de compañero de celda del detenido. Mostrar deferencia con la policía era condición sine qua non para salir ileso de estos encuentros.

Los polis desoyeron mis explicaciones y mis sugerencias y siguieron gruñendo. Todos salvo uno, que era capitán. Apoyó una mano en mi espalda y le dijo a nadie en particular: “Si llevara mucho tiempo corriendo, estaría sudando”. A continuación ordenó que me quitaran las esposas. Me contó que un hombre negro había apuñalado a alguien esa misma noche a dos o tres manzanas de allí y que lo estaban buscando. Yo apunté que no estaba manchado de sangre y que les había dicho a sus compañeros dónde había estado y cómo comprobar mi coartada –eso sin saber que era una cortada siquiera, puesto que nadie me había dicho por qué me retenían y, evidentemente, no me había atrevido a preguntarlo–. Sabía por propia experiencia que cualquier actitud que no hubiera sido pasiva se habría interpretado como una agresión.

El capitán de policía me dijo que podía irme. Ninguno de los policías que me habían detenido pensó que fuera necesaria una disculpa. Como el bestia que me había dado un puñetazo en el East Village, al parecer pensaron que la culpa era mía por correr.

Humillado, evité el contacto visual con los curiosos de la acera, y tampoco tenía ganas de pasar por delante de ellos al marcharme. El capitán, acaso percibiendo mi vergüenza, se ofreció a llevarme a la estación de metro. Cuando me dejó, y yo le agradecí su ayuda, me dijo: “Si te hemos soltado es porque has sido educado. Si nos hubieras dado guerra, habría sido diferente”.

Comprendí que lo que menos me gustaba de pasear por Nueva York no era meramente el tener que aprender nuevas reglas de navegación y socialización, porque cada ciudad tiene las suyas, sino la arbitrariedad de las circunstancias que las requerían; una arbitrariedad que me hacía sentirme como un niño otra vez, que me infantilizaba. Cuando aprendemos a caminar, el mundo a nuestro alrededor amenaza con aplastarnos. Cada paso es arriesgado. Nos entrenamos para caminar sin chocar contra todo, prestando atención a nuestros movimientos, y sobre todo al mundo que nos rodea. Cuando somos adultos caminamos sin pensar realmente. Pero, como adulto negro, con frecuencia me devuelven a ese momento de la niñez en que estoy aprendiendo a andar. Vuelvo a vivir en alerta máxima, vigilante.

Algunos días, cuando estoy harto de que me consideren un gamberro a simple vista, bromeo con que la última vez que un policía se alegró de ver a un varón negro caminando fue cuando ese varón era un bebé dando sus primeros pasos. Cuando salgo de paseo, muchas veces pido a alguna amiga blanca que me acompañe para evitar que me traten como a una amenaza; cuando salgo a pasear por Nueva York, quiero decir. En Nueva Orleans, cuando una mujer blanca me acompañaba a veces atraía más hostilidad. (Y no se me escapa que quienes entienden mejor mis apuros son mis amigas; como mujeres, han creado su propia vigilancia en un entorno que las trata constantemente como objetos de atención sexual). Mis paseos son, en gran parte, tal como los describió una vez mi amiga Rebecca: una pantomima asumida para eludir la coreografía de la criminalidad.

Caminar siendo negro restringe la experiencia del paseo y vuelve inaccesible la clásica experiencia romántica de caminar a solas. Me obliga a estar en constante relación con otros, incapaz de unirme a los flaneurs neoyorquinos a los que he leído y a los que esperaba unirme. En lugar de deambular sin rumbo siguiendo los pasos de Whitman, Melville, Kazin y Vivian Gornick, mi sensación más frecuente era que iba de puntillas tras los pasos de Baldwin; el Baldwin que escribió, allá por 1960:

“Raro es el ciudadano de Harlem, desde el feligrés más circunspecto al más perezoso de los adolescentes, que no tiene una larga historia que contar sobre la incompetencia, la injusticia o la brutalidad de la policía. Yo mismo lo he presenciado y soportado más de una vez”.

Caminar siendo negro me ha hecho sentir a la vez más alejado de la ciudad, por la conciencia de que me perciben como una persona sospechosa, y más íntimamente en consonancia con ella, por la sostenida atención que mi vigilancia me exigía. Esto ha hecho que mis paseos por la ciudad sean más deliberados, integrándome en su flujo en lugar de quedarme observando a distancia.

Pero esto también significa que sigo intentando llegar a una ciudad que no es la mía. Podríamos definir el hogar como el lugar donde podemos ser más nosotros. ¿Y cuándo somos más nosotros mismos si no es cuando caminamos, ese estado natural que consiste en repetir una de las primeras acciones que aprendemos? Caminar –el simple, el monótono acto de colocar un pie delante del otro para no caer– no resulta tan evidente cuando eres negro. Caminar solo no tiene nada de monótono para mí; la monotonía es un lujo.

Un pie despega, un pie aterriza, y nuestro anhelo le da ímpetu entre descanso y descanso. Anhelamos mirar, pensar, hablar, escapar. Pero, más que otra cosa, anhelamos ser libres. Queremos la libertad y el placer de caminar sin miedo –sin el miedo de los otros– adondequiera que decidamos ir. Llevo casi una década viviendo en Nueva York y nunca he dejado de caminar por sus fascinantes calles. Y no he dejado de anhelar que llegue el día en que encuentre el bienestar que de niño me procuraron las calles de Kingston. Aunque conocer las calles de Nueva York me ha ayudado a sentir la ciudad más como mi hogar, la ciudad se me resiste también a través de estas mismas calles. Camino por ellas, unas veces invisible y otras, demasiado visible. Así que camino atrapado entre la memoria y el olvido, entre la memoria y el perdón.

 

[1] 1. Limbo, baile originario de la isla de Trinidad, popularizado en la década de 1950 (n. e.).

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Este texto es una de las contribuciones al libro Esta vez el fuego: Una nueva generación habla de la raza, el nuevo volumen de la colección de la BAAM (Biblioteca Afro Americana de Madrid, que publica Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, traducido por María Enguix Tercero). En la era del Black Power, James Baldwin analizó los problemas del racismo en su conocido libro La próxima vez el fuego. En la actual del Black Lives Matter, Jesmyn Ward, ganadora de dos National Book Award, retoma la antorcha en Esta vez el fuego. A fin de comprender por qué se sigue reclamando lo mismo y obteniendo la misma respuesta, Ward invita a dieciocho voces de su generación, a que reflexionen sobre el asunto, entre ellas Carol Anderson, Edwidge Danticat, Claudia Rankine o Isabel Wilkerson.

Portada del libro, a partir de “The eclipse”, acrílico sobre lienzo de Alma Thomas, 1970

 


"Con la excusa de los islamistas, la izquierda europea ha apoyado a la dictadura siria"

LLUÍS MIQUEL HURTADO - EL MUNDO - Jueves, 16 julio 2020

El escritor kurdosirio Jan Dost ha convertido los horrores de la guerra en literatura. Publica 'Un autobús verde sale de Alepo', en el que pone el foco en los civiles, los grandes olvidados de una contienda que dura ya más de nueve años.

Dice Jan Dost (Kobani, 1965) que sus seguidores le envían fotos de las páginas de sus libros ungidas con lágrimas. No es para menos. Este vecino de la ciudad kurdosiria de Kobane, centro de la batalla que supuso el principio del fin del Estado Islámico, ha convertido los horrores de la guerra de Siria en literatura. La rendición de los grupos armados opositores en la ciudad de Alepo, en diciembre de 2016, es el punto de partida de Un autobús verde sale de Alepo (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo).

El autor recurre al poderoso simbolismo que representaron los buses urbanos verdes, empleados por el Gobierno sirio para trasladar, afuera de la ciudad, a los milicianos derrotados, familiares y vecinos temerosos de represalias. Los poderes internacionales, fuertemente criticados por Dost junto con las fuerzas asadistas, el Estado Islámico o los mismos alzados, definieron aquel movimiento como "evacuación". El escritor ofrece la cara más terrible de aquel momento poniendo el foco en los civiles.

En la introducción del libro usted afirma que la guerra, como tema, ha sido impuesto a los escritores sirios. ¿Qué elementos caracterizan los libros de su generación de escritores?

Las novelas de escritores sirios que se han publicado durante la guerra han sido rehenes de ese tema. Todas han tratado de un modo u otro las devastadoras consecuencias y efectos de la guerra sobre la sociedad, la fragmentación de las familias, la muerte gratuita, la destrucción de las ciudades, la odisea de la búsqueda de refugio cruzando el mar, el naufragio colectivo en aguas del Mediterráneo. Creo que tratar el tema de la guerra ha ido en detrimento de la parte innovadora y el desarrollo de nuevos tipos de novela como género literario. El escritor sirio está poseído por la obsesión de mostrar este gran terremoto que ha sacudido Siria desde marzo de 2011. Naturalmente, no todas las novelas que tratan el tema de la guerra tienen éxito, pero no debemos olvidar que las novelas de algunos sirios han logrado de forma absolutamente satisfactoria transmitir su sufrimiento a otros.

El libro cuenta una historia terrible, que es la suma de muchas historias terribles. El nivel de horror y violencia presenciado en Siria, ¿qué le ha enseñado sobre el ser humano?

Hay una maravillosa frase que aprendí de memoria de Las mil y una noches: "La injusticia permanece oculta en las almas: la fuerza hace que aparezca y la impotencia que desaparezca". Hemos visto el despertar de los monstruos que se escondían tras una máscara con aspecto humano durante la guerra. El ser humano es una bestia difícil de domar, incluso si la filosofía, las religiones, los regímenes y las leyes lo intentan, pues a la mínima oportunidad, se se despoja de su máscara humana y reaparece su salvajismo. Los instintos salvajes se despiertan en las guerras. Lo digo no solo porque haya seguido los acontecimientos de la guerra en mi país, sino porque fui un soldado que vivió los horrores de la etapa final de la guerra civil libanesa a principios de los noventa. Entré en la guerra como soldado y presencié atrocidades. Ahora escribo sobre la guerra para condenarla y desmontar su estructura salvaje.

Usted pertenece a una generación que creció bajo el gobierno Asad padre ¿Eras de los que esperaban un cambio para mejor después de la muerte de Hafez? ¿Por qué, en su opinión, las promesas de reforma nunca fueron cumplidas?

Cuando falleció Hafez Asad en junio de 2000, mi mujer y yo estábamos preparándonos para emigrar y huir a Europa. El país nos oprimía y ya no había horizonte alguno que vaticinara una cierta distensión política tras treinta años de gobierno dictatorial absoluto. El día de su muerte, muchos sirios, entre los que me incluyo, pensaron que se trataba de un buen presagio. Pensamos que la muerte del dictador cambiaría la situación en Siria. Desgraciadamente, la cuestión no estaba relacionada tanto con la persona, sino con el régimen opresor sólidamente cimentado. Los medios intentaron presentar al dictador hijo como el salvador. La realidad es que no era más que una bonita máscara que ocultaba al monstruo. Los medios hablaban de que Basha Asad pertenecía a la generación joven y eliminaría a la vieja guardia, desarrollaría la economía, acabaría con la corrupción y relajaría el control. Personalmente, no me creí ninguna de esas promesas porque sabía que los regímenes dictatoriales tienen en su naturaleza el engaño. Salí de Siria antes de que Bashar Asad recibiera el poder como heredero de su padre por medio de la farsa del parlamento, que cambió la constitución siria en unos minutos para hacerla a la medida del dictador de treinta y cuatro años. Unos pocos años después, el dictador mostró sus colmillos y los aparatos de seguridad detuvieron y forzaron al exilio a los activistas y cerraron los círculos políticos que exigían reformas. El régimen dictatorial no podía iniciar una senda reformista, pues la reforma significa el fin del dictador.

En su libro retrata a una familia brutalizada por las bombas asadistas, el gobierno hostil de las facciones opositoras, la locura del Daesh, las bombas de la coalición internacional liderada por los EEUU. E incluso los obstáculos establecidos por Europa para evitar que la gente llegue a las islas griegas. ¿Cómo ha podido terminar ocurriendo todo esto?

No sé cómo pudo suceder, pero sucedió. El pueblo sirio conocía a su régimen opresor que ya había cometido matanzas y reprimido varios levantamientos anteriormente. Pero nadie imaginaba el precio tan alto que pagarían los sirios por sus demandas de libertad y dignidad. Pensábamos que el mundo había cambiado y que no permitiría que se cometieran atroces matanzas como las que sucedieron, especialmente porque quienes se llamaban a sí mismos Amigos de Siria habían prometido a la gente que se pondrían de su lado. Cabe recordar aquí a Obama, que impuso unas líneas rojas que al régimen no le importaron. Del mismo modo, el presidente turco Erdogan prometió a los sirios que protegería Alepo, pero no cumplió su promesa. La gente estaba muy emocionada por la revolución y se creyeron todo lo que repetían algunos líderes solo para consumo de los medios. Lo mejor que hicieron las potencias fue realizar la función de espectador de un partido que se limita a proclamar su indignación cuando el equipo contrario marca un gol.

Usted ha estado viviendo durante mucho tiempo en Europa. ¿Cree, como muchos sirios argumentan, que ha habido una falta de empatía primero con sus demandas y, luego, con respecto a su tragedia?

Debemos ser justos y diferenciar entre los gobiernos, que se han limitado a condenar tímidamente las matanzas y los asesinatos de forma general, y sectores de la población europea que han mostrado una solidaridad en la medida de sus posibilidades con la revolución siria y las demandas del pueblo sirio de vivir en libertad. Desgraciadamente, la movilización popular europea no ha influido en los gobiernos, al contrario de lo que ha sucedido con algunas causas por las que las masas europeas han logrado obligar a sus gobiernos a emitir resoluciones o adoptar medidas eficaces. Los medios europeos no han logrado crear una opinión pública contraria a la dictadura siria. Creo que la Europa oficial apoya las dictaduras del Levante por muchos medios. Yo, por ejemplo, he seguido los medios alemanes y su interés en la revolución siria no estaba a la altura, quizá por la cantidad de revoluciones de la primavera árabe, pero en mi opinión, los medios en Europa no han hecho de la causa siria una causa central. La izquierda internacional ha jugado también un papel negativo. Con la excusa de la presencia de islamistas, ha apoyado al régimen dictatorial y ha negado los principios revolucionarios.

¿Por qué en la mayoría de la izquierda europea la idea de Bashar Asad, y de partido Baaz en general, como una especie de poder secular, socialista y antiimperialista ha prevalecido, y se le ha apoyado y aplaudido, a pesar de los múltiples crímenes de guerra de los que ha sido acusado?

La Europa democrática se ha transformado, desgraciadamente, en un refugio seguro para todos los criminales del régimen que han podido llegar a su territorio. Rifaat Asad, por ejemplo, que perpetró la matanza de Hama a principios de los ochenta, ha vivido muchos años con libertad y una importante fortuna en España y Francia. ¿Cómo se puede entender que Europa juzgue a Slobodan Miloevi y, en cambio, ofrezca una cómoda residencia a Rifaat Asad y su familia, cuando este ha matado a más de treinta mil sirios? ¿Es porque Miloevi no tiene miles de millones como Rifaat al-Asad? Por otra parte, la mentira del laicismo y el antiimperialismo ha terminado por desgastarse y no se necesita ser muy listo para refutarla. Este régimen no es laico, sino que está inmerso en el sectarismo y se ha aliado con el islam político chií y las organizaciones terroristas que apoya Irán, un odioso Estado religioso. Si los gobiernos europeos ignoran los crímenes del régimen porque lo consideran un baluarte del laicismo frente a la ola islamista, están equivocados. EEUU apoyó a los talibanes, retrógrados y radicales religiosos, en Afganistán cuando sus intereses lo exigieron. En este caso, lo que hay son intereses europeos y, sobre todo, israelíes en que este podrido régimen se mantenga y no tiene nada que ver con su naturaleza. En general, Europa ha apoyado a las dictaduras orientales, como Gadafi, Sadam, Asad y Bourguiba, y ha permanecido en silencio ante sus crímenes...

VÉASE EL ARTÍCULO COMPLETO EN EL MUNDO


Xavier Montanyà escribe sobre "Esta vez el fuego. Una nueva generación habla de la raza"

Discriminació, violència i assassinats policíacs als EUA

Acaba de sortir el llibre 'Esta vez el fuego' (BAAM) que recull les reflexions lúcides i potents actuals dels millors escriptors joves afroamericans

Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, en la col·lecció Biblioteca Afroamericana Madrid, acaba de publicar Esta vez el fuego, amb el subtítol Una nueva generación habla de la raza. És un recull ideat i editat per la primera dona que ha rebut dues vegades el National Book Award, l’escriptora Jesmyn Ward (DeLisle, Mississipí, 1977), que ha convidat onze autores i set autors joves a reflexionar sobre la constant i continuada tragèdia de racisme, assassinats i impunitat de què és víctima la comunitat afroamericana avui, ahir i sempre. La traducció, molt acurada, és de Maria Enguix Tercero.

Si James Baldwin va escriure The Fire Next Time (1963) en temps del ‘poder negre’, Jesmyn Ward ha impulsat The Fire This Time (2016) en temps del Black Lives Matter. Mig segle després, la reivindicació i la resposta continuen essent iguals. Res no sembla haver canviat. Els assassinats policíacs en són l’exemple visible. Aquest llibre vol explicar-ho. En paraules de Jesmyn Ward: ‘Quan vaig demanar [als meus col·legues] el seu treball creatiu, no els demanava res fàcil; ben al contrari, els demanava que escrivissin sobre la ferida, que lluitessin amb les veritats lletges que ens assolen en aquest país.’

Els autors dels assaigs són algunes de les millors veus joves, poetes, pensadors, crítics, periodistes, professors i investigadors de la creació i la docència, molts d’ells àmpliament premiats i reconeguts. El resultat és un compendi magnífic del sentiment i el pensament d’una generació que rep i carrega tota la violència de què han estat víctimes els negres als EUA d’ençà de segles enrere. Una lectura que il·lustra, informa i et fa sentir el crit sord de ràbia, dolor i denúncia profunda d’una altra generació negra que és víctima de l’odi, la discriminació i la fúria violenta, assassina, dels blancs.

Són uns texts que sovint parteixen de la reflexió íntima, de l’experiència personal i familiar, dels ensenyaments de casa, de l’escola i del carrer. D’allò que s’ha vist, llegit, sentit, viscut i imaginat. Del mal que fa la ferida i de la manera com se sobreviu amb el dolor. Texts escrits per joves intel·lectuals entre la poesia, la crònica viscuda, subjectiva, l’humor, la vivència i la supervivència, impulsats pel geni creatiu i la sensibilitat vital dels autors. Narracions que t’arriben al cor per la sinceritat i la força. Que et sorprenen amb detalls que, com a blanc europeu, no podies ni tan sols imaginar.

Revisen el passat, rememoren els morts, recorden les alegries infantils, l’esperit i el llegat dels avantpassats, i ho contrasten amb un present que, en essència, per a ells continua essent inhòspit i cruel. Un present des del qual costa d’imaginar un futur millor. És una obra de denúncia reflexiva, que et fa partícip del dolor i t’obre les portes a la quotidianitat de persones negres que qualsevol dia poden ser maltractades i mortes. ‘Un fòrum de dissidència –diu Jesmyn Ward– on poder exigir responsabilitats, donar testimoni, contar.’

Per a situar-nos, dues dades esfereïdores. ‘Enguany (2015) la policia ja s’ha endut més de tres-centes vides negres mentre els manifestants tancaven ponts i autovies a tot el país per recordar al món que aquestes vides importen’, escriu Daniel José Older. L’assassinat de negres ha estat una constant d’ençà dels temps de l’esclavatge. Igualment emparada per la impunitat, malgrat que pugui semblar que s’han aprovat lleis més justes i equitatives. Simplement han canviat els executors. ‘A les primeres dècades del segle XX hi va haver un linxament cada quatre dies. Es calcula que actualment la policia assassina un afroamericà cada dos dies o tres’, diu Isabel Wilkerson.

L’origen del projecte

Explica Jesmyn Ward al seu text introductori que quan George Zimmerman va haver disparat i mort Trayvon Martin el 26 de febrer de 2012, a Sanford, Florida, ella es va refugiar a Twitter. No tenia enlloc més on anar. Hi va trobar la comunitat que cercava. Estava embarassada i treballava en un llibre sobre joves morts prematurament de mort violenta que ella havia conegut. El seu germà n’era un. Cada vegada que llegia sobre Trayvon, el seu fill nonat i els seus morts l’envoltaven, amb cara d’espant, explica.

Un any i mig més tard, George Zimmerman, l’assassí, va ser absolt. Ella ja s’ho esperava. Quan mirava la foto de Trayvon hi veia un nen de disset anys. Zimmerman era un adult. Un adult que havia disparat contra un nen que tornava a casa després de caramels i un refresc. Cap agència de notícies no feia l’afirmació més òbvia. Que Trayvon era un nen. Les agències de premsa i l’opinió pública no hi veien un nen perquè hi veien un negre. La majoria dels nord-americans no veien Trayvon Martin com el veia ella. I deien, com l’assassí, que fumava marihuana i pintava grafits.

artículo completo en VilaWeb


"El duelo es ley de vida para las personas negras", por Claudia Rankine

Babelia / El País 16.06.2020

La poeta Claudia Rankine analiza los tics racistas del imaginario estadounidense en un ensayo incluido en la antología 'Esta vez el fuego', que se publica este mes dentro de la Biblioteca Afroamericana de Madrid

Una amiga me dijo hace poco que cuando dio a luz a su hijo, antes de ponerle nombre, antes de darle el pecho siquiera, lo primero que pensó fue: tengo que sacarlo de este país. Nos echamos a reír. Puede que nuestro humor negro tuviera que ver con la conciencia de que sacarlo no era ni una opción ni un deseo real. Así es nuestra vida. Trabajamos en este país, tenemos la nacionalidad estadounidense, pensiones, seguro médico, familia, amigos, etcétera, etcétera. Mi amiga no podía irse y no se fue. Años después del nacimiento de su hijo, cada vez que este sale de casa, su condición de madre de un ser humano vivo sigue siendo tan precaria como siempre. A los miedos naturales de cualquier progenitor que afronta la aleatoriedad de la vida se suma este otro conocimiento de los mecanismos del racismo institucional en nuestro país. La nuestra fue una risa de vulnerabilidad, miedo, reconocimiento y un atoramiento absurdo.

Le pregunté a otra amiga cómo es ser madre de un hijo negro. “El duelo es ley de vida para las personas negras”, dijo sin rodeos. Para ella, el duelo existía en tiempo real dentro de su realidad y la de su hijo: en el momento menos esperado, ella podía perder la razón de su vida. Aunque al imaginario blanco liberal le gusta sentirse temporalmente mal ante el sufrimiento negro, no existe realmente un modo de empatía que pueda reproducir la tensión diaria que experimentas como persona negra cuando sabes que pueden matarte simplemente por ser negra: nada de manos en los bolsillos, nada de escuchar música, ni movimientos bruscos, ni conducir tu coche, ni caminar de noche, ni caminar de día, ni torcer por esa calle, ni entrar en aquel edificio, ni ponerte firme, ni quedarte aquí de pie, ni quedarte ahí de pie, ni responder, ni jugar con pistolas de juguete, ni vivir siendo negro.

Once días después de que yo naciera, el 15 de septiembre de 1963, cuatro chicas negras murieron en el atentado de la Iglesia Baptista de la calle 16 en Birmingham, Alabama. Ahora, cincuenta y dos años más tarde, seis mujeres negras y tres hombres negros han sido acribillados durante una reunión de estudio de la Biblia en la histórica Iglesia Episcopal Metodista Africana Emanuel de Charleston, en Carolina del Sur. El asesino es un terrorista del país, que se ha identificado como supremacista blanco, que también podría ser un “joven hombre perturbado” (como lo describieron varias agencias de noticias). Se sabe que una mujer negra y su nieta de cinco años sobrevivieron al tiroteo haciéndose las muertas. Son dos de los tres supervivientes del atentado. La familia blanca del sospechoso dice que para ellos es un momento difícil. Esto es indiscutible. Sin embargo, para las familias afroamericanas, vivir en un estado de duelo y miedo permanente es lo normal. [...]

Vivimos en un país donde los americanos asimilan cadáveres en sus idas y venidas diarias, donde los negros muertos forman parte de la vida normal. Pereciendo en las bodegas de los barcos, arrojados al Atlántico, colgados de árboles, golpeados, tiroteados en iglesias, acribillados por la policía o hacinados en prisiones: históricamente, no existe lo cotidiano sin el cuerpo negro esclavizado, encadenado o muerto sobre el que posar la mirada, del que se oye hablar o contra el que uno se posiciona. Cuando el trastorno de nuestra cultura abruma a las personas negras y estas salen a protestar (a la larga, en perjuicio nuestro, porque las protestas dan una justificación a la policía para militarizarse, como sucedió en Ferguson), la pregunta errónea que se formula es: “¿Qué clase de salvajes somos?”. Cuando debería ser: “¿En qué clase de país vivimos?”...

Puede consultarse el artículo completo en: El duelo es ley de vida para las personas negras


PRESENTACIÓN DE "LAS SEÑORAS DE LA FRESA. LA INVISIBILIDAD DE LAS TEMPORERAS MARROQUÍES EN ESPAÑA"

Cuándo: el 18 de junio de 2020 a las 19.00

En el Canal de Traficantes de Sueños de YouTube:

Actividad

Presentación "Las señoras de la fresa" La invisibilidad de las temporeras marroquíes en España

Jueves, 18. Junio 2020 - 19:00
Lugar:

Canal de Traficantes de Sueños en Youtube  https://bit.ly/2Yne8rt
18:00 p.m. - Casablanca
10:00 a.m.- Colombia, México, Pèrú, Ecuador
11:00 a.m.- Chile
12.00 a.m.  Argentina, Uruguay

Organiza:

Librería Traficantes de Sueños
Comenzamos un nuevo ciclo de presentaciones y conversatorios online con un libro fundamental: "Las señoras de la Fresa" de Chadia Arab (2020. Ediciones de Oriente y el Mediterraneo). Un texto imprescindible para entender la situación de explotación y esclavitud que viven las trabajadoras temporales en muchos campos del territorio,  el origen de la precariedad que las lleva a cruzar la frontera para trabajar, y por supuesto, la impunidad y el racismo que impregnan estos casos.
Contaremos con las intervenciones de Yousra El Mansouri ( Educadora Social antirracista de ascendencia Norteafricana ), Serigne Mamadou ( Activista, Fundador y portavoz de "La voz del pueblo migrante" ) y Jesús Díaz Formoso (abogado de AUSAJ).
"Y eso es lo insólito: está a plena vista. Todo el mundo lo sabe. Saben además que todo está protegido por el Estado; por los Jueces, los Fiscales, la Guardia Civil, la Inspección de Trabajo, las Patronales, los Sindicatos y, sobre todo, la Prensa. La Prensa que salvo honrosas excepciones solo ha dado voz a los Tratantes de Esclavos y sus defensores. Que encubre la corrupción política, y sobre todo, judicial, que es la verdadera causa de toda esta desgracia. La Prensa que, encubriendo la esclavitud, da cauce a la Ignominia, ensalzándola con el silencio que grantiza la Impunidad"
Del prólogo: "Las señoras de la fresa: invisibles para el mundo".
Chadia Arab es geógrafa, profesora de Geografía social y Geografía de las migraciones en la Universidad de Angers e investigadora en el CNRS, UMRESO-Angers. Sus trabajos versan principalmente sobre las migraciones internacionales y más particularmente sobre l@s marroquíes en Francia, España e Italia, así como en los países del Golfo (Emiratos Árabes Unidos). También se interesa por la cuestión de género en las migraciones, la ciudadanía, las discriminaciones y la relación con el cuerpo en los países árabes.
En 2009 publicó un libro extraído de su tesis sobre la circulación migratoria de los Ait Ayad en España, Italia y Francia; ha coordinado varios números de revistas de ciencias sociales y publicado numerosos artículos en revistas científicas. También ha participado con diversas asociaciones en documentales y publicaciones a fin de divulgar sus trabajos.

¿La rabia de quién?, por Mireia Sentís

No es posible entender la reivindicación de las vidas negras o la exigencia de frenar la brutalidad policial sin considerar cómo se fundó Estados Unidos

Una mujer posa delante de un coche de policía incendiado, el pasado sábado durante una protesta en Los Ángeles.
Una mujer posa delante de un coche de policía incendiado, el pasado sábado durante una protesta en Los Ángeles.Ringo H.W. Chiu / EL PAÍS

El País - 6 de junio de 2020

No es la primera vez que las ciudades estadounidenses se iluminan con incendios provocados por la población afroamericana. Y, sin embargo, sorprende cada vez como si fuera la primera. Quizá lo que debería sorprender es que se incendien siempre a causa de las mismas reivindicaciones. En 1963, James Baldwin publicó La próxima vez, el fuego. En 2016 apareció Esta vez, el fuego, volumen en el que Jesmyn Ward, siguiendo la estela de Baldwin, analiza los problemas del racismo en su país. Nada había cambiado a pesar de las apariencias: una nutrida clase media negra y hasta una presidencia de ese color. El primer libro está enmarcado en la era del Black Power, el segundo en la de Black Lives Matter. Ambos momentos reclaman lo mismo, ambos tropiezan con la misma respuesta: represión armada.

No es posible entender la reivindicación de las vidas negras o la exigencia de frenar la brutalidad policial sin considerar cómo se fundó Estados Unidos o sin tener en cuenta la estructura disciplinaria de las plantaciones, el sistema de arrendamiento de reos (Convict Lease System), la era Jim Crow (Ku Klux Klan incluido) o el fenómeno de la encarcelación masiva. A lo largo de la historia, el tema de la desproporcionada reclusión y violencia contra la gente de color (término que actualmente abarca a toda “minoría” no blanca) ha ocupado las mentes de los resistentes más indómitos, los intelectuales más ponderados y los manifestantes más tenaces. Y mientras no se modifiquen leyes y se apliquen fórmulas —ya inventadas— para ofrecer igualdad de oportunidad al 14% de la población que lo reclama, los estallidos seguirán repitiéndose.

El actual es de mayores proporciones que los precedentes. Resulta comprensible, si nos remitimos a la aparición de dos nuevos factores: el sinfín de pruebas de ensañamiento proporcionadas por la nueva arma de los dispositivos móviles y su inmediata y amplia difusión, y las cifras de muertos a causa de la covid-19 entre la población afroamericana, que vio saltar por los aires los progresos que suponía el Obamacare (sistema asistencial ya de por sí muy recortado por el partido republicano) con la llegada de la actual Administración.

Aunque las manifestaciones ponen de relieve la justificada rabia negra, su verdadera causa es la prácticamente invisible, pero no menos agresiva, rabia blanca, como la denomina Carol Anderson. Para conseguir atención, la rabia blanca no necesita salir a la calle y enfrentarse a balas de goma, porque tiene acceso a los juzgados, la policía y los órganos legislativos y gubernamentales. La rabia blanca, continúa argumentando Anderson, es recurrente. Todo avance afroamericano suscita una reacción violenta. Ocurrió después de la guerra civil, cuando la sentencia del caso United States vs Cruikshank (1876) socavó una ley contraria al terrorismo del Ku Klux Klan. Ocurrió en 1954, tras el fallo del caso Brown vs el Consejo de Educación, que declaraba ilegal la segregación en las escuelas, pero requirió el envío de las tropas desde Washington para garantizar su aplicación en Arkansas. Ocurrió dos años después, cuando la presión ejercida por un centenar de congresistas sureños se tradujo en leyes que suprimían subvenciones públicas a escuelas no segregadas para destinarlas a escuelas blancas segregadas. Ocurrió tras la llegada de Obama a la Casa Blanca, que dio pie al Tea Party y a la elección del actual presidente.

Sería deseable que los hechos que ocurren en EE UU y seguimos día a día con el máximo interés, no nos convirtieran en meros voyeurs, sino que nos instigaran a conocer la situación de los afrodescendientes en España, cuyas reivindicaciones se hicieron públicas hace dos años tras la visita a nuestro país del Grupo de trabajo de expertos sobre personas de ascendencia africana, integrado en la ONU. Igualmente importante es seguir la evolución de la Plataforma de la comunidad negra, africana y afrodescendiente de España, creada a raíz de los últimos acontecimientos y que reclama políticas públicas frente al racismo institucional y social de nuestra sociedad.

Mireia Sentís es periodista y editora de BAAM (Biblioteca Afro Americana Madrid).

¿La rabia de quién?, por Mireia Sentís


Las señoras de la fresa. La invisibilidad de las temporeras marroquíes en España

Hoy, miércoles, 3 de junio de 2020, llega por fin a las librerías la novedad de marzo que el estado de alarma confinó en el almacén de nuestro distribuidor hasta el día de hoy.

Un texto necesario acerca de una situación excepcional donde se desvela el precio que las señoras de la fresa pagan por extraer ese "oro rojo" que llega a todos los confines de Europa.

Añadimos a continuación una conversación con su autora en español y francés mantenida con ocasión del Radikal May.

 


Hajj Saleh: “El distanciamiento social dañará el concepto de ciudadanía”

Redacción Internacional, 24 abr 2020 (EFE).- El escritor y pensador sirio Yassin el Hajj Saleh (Raqa, 1961) conoce bien el significado de palabras ahora tan de moda como confinamiento, crisis y tragedia: perseguido por el régimen, pasó 16 años de prisión, se vio abocado a la clandestinidad, perdió amigos, compañeros y familiares, incluida su mujer, y ahora sufre el exilio.

Consciente de lo que significa vivir vigilado y con los derechos recortados, Hajj Saleh teme que el distanciamento social al que ha obligado la pandemia se consolide como el modelo de las relaciones futuras, pues mermaría la capacidad compensatoria de conceptos como ciudadanía y democracia y facilitaría el ejercicio del poder a quienes estén mejor posicionados cuando el miedo se expanda.

PREGUNTA: La crisis sanitaria ha detenido el mundo, incluso algunas protestas populares como en el Líbano, Chile o Argelia. ¿Por qué no ha logrado parar las guerras, como las de Yemen, Libia o Siria?

RESPUESTA: Porque las potencias y autoridades que gobiernan dichos países son más peligrosas para nosotros que el coronavirus. Bachar al Asad considera que él y su régimen son más importantes que Siria, su población, sus ciudades, su historia, su cultura, sus creencias... Y asesinar a medio o un millón de sirios y expulsar a más de seis millones fuera del país no tiene la misma importancia que la potencial desaparición de su dinastía. Si pudiera, desarrollaría un arma coronavírica para utilizarla contra los sirios que se han rebelado contra él del mismo modo que hizo con las armas químicas, los barriles explosivos, la tortura y la hambruna. Su protector, (Vladímir) Putin ha llegado, en un alarde de falta de sensibilidad, a jactarse hace unos días de que las armas rusas han demostrado su eficacia en Siria y de que Rusia tiene varios pactos para vender armas por valor de 15.000 millones de dólares (...). El papel de Emiratos Árabes Unidos en Yemen es equivalente al que desempeña Rusia en Siria y ni la salud de los yemeníes ni alcanzar soluciones lo más justas posibles en su país se encuentran entre las prioridades del gobierno más retrógrado en Oriente Medio. Esto se aplica también al apoyo que prestan al general Haftar en Libia.

En lo que respecta al dramático conflicto entre el derecho de las personas a protestar en Líbano, Argelia y Chile y su derecho a la salud, los manifestantes pusieron por delante su derecho a la salud, la de ellos y la de otros. Esa no es la lógica que siguen Putin, su subordinado Al Asad, ni tampoco Mohamed bin Zayed.

P: ¿Cuáles serán los efectos sociales y económicos más importantes de la crisis del coronavirus?

R: Depende de los países. No parece que los sirios que han emigrado al noroeste del país vean que su situación haya mejorado o empeorado. Tampoco parece que sea diferente en lo que respecta al conjunto de los refugiados en Europa, aunque sí parece que la violencia intrafamiliar va en aumento en los contextos de refugio en Alemania, según los datos de los que disponemos. En Líbano, la crisis del coronavirus ha reducido la presión sobre un gobierno oligárquico y corrupto que se ha mantenido en pie en detrimento de los ahorros de los libaneses. En Egipto, los dueños de proyectos industriales están inquietos ante la paralización de sus fábricas y sus beneficios y quieren que se levante la cuarentena. La salud de los trabajadores no constituye para ellos una prioridad. A grandes rasgos, los sectores más débiles –los pobres, las mujeres y los migrantes– pagan el precio más alto cuando la situación es mala (...).

Sin embargo, en esta crisis llama la atención que el sufrimiento de los países ricos y fuertes es mayor que el de los países más débiles y pobres, como también llama la atención la facilidad con que la gente ha sucumbido al pánico en Europa en comparación con otros lugares (...).

La Covid 19 no es la causa de la crisis, sino el elemento que la ha puesto de manifiesto. El mundo se ha mostrado, especialmente en los países ricos y poderosos, incapaz de lidiar con una crisis sanitaria que no es lo más peligroso a lo que se enfrenta el mundo. Los problemas relacionados con el clima y el racismo son mucho más peligrosos y ambos nacen de la estructura económico-política mundial de los países más ricos y fuertes, que se revelan hoy como los más conservadores y reacios al cambio, aunque ello conlleve más riesgos para la Humanidad y la vida.

P: ¿Cree que supone el final del sistema neoliberal como lo conocemos? ¿el capitalismo se reformará para sobrevivir?

R: No puedo predecir lo que sucederá, y no logro ver elementos que inviten al optimismo. Mi confianza va dirigida, y ello me da cierta esperanza, no a cómo los Estados están abordado la crisis, sino a que los cambios se darán en las ideas, la organización, la acción y la imaginación, derivados de la interacción de miles de millones de personas con esta crisis. El mundo se encuentra en una crisis de pérdida de rumbo y ausencia de alternativas, como una cárcel en un presente perpetuo que en Siria hemos conocido bien durante medio siglo de gobierno Al Asad. La cárcel genera carceleros del estilo de Trump, Putin, Johnson, Xi Jinping, Al Sisi, Mohamed bin Salmán y Mohamad Bin Zayed… En un mundo sano, el lugar en que deberían estar esos señores sería siendo juzgados en una jaula de hierro y no liderando países en los que viven miles de millones de personas. La aparición de movimientos e ideas nuevos provocará un punto de inflexión político y ético que necesitamos para salvarnos. Junto con muchos observadores y población local, creo que, si más de la mitad del mundo ha podido obligarse a tomarse unas vacaciones durante dos o tres meses, nada debe impedir el cambio en los sistemas organizativos, laborales, económicos y epistemológicos. La crisis ha demostrado que la condición de falta de alternativas no es inevitable, sino que se trata de una preferencia de los siervos de los dogmas de crecimiento económico, ya sea en el modelo chino o el capitalista occidental.

P: Ni la ONU, la OMS y la Unión Europea han sido capaces de dar una respuesta conjunta. ¿Comparte la opinión de que estamos ante el declive del sistema multilateral?

R: Más bien temo que nos encaminamos hacia un mundo que es menos mundo… o hacia el aislacionismo y una mayor fragmentación. Lo que hoy estamos presenciando es la aparición de las entidades políticas cerradas, unidades políticas con muros de protección que se abren y cierran, o lo que Wendy Brown denominó “estados amurallados”. El muro de Trump con México, y previa y simultáneamente el muro del apartheid israelí, constituirían los símbolos más destacados de un mundo con múltiples muros.

Ese es un ejemplo de pluralidad sin mundo y de soberanía basada en la excepción, y que quizá crea las excepciones que lo revisten de legitimidad, algo que en Siria conocemos bien. Esta trayectoria no es inevitable, pero la forma en que se está lidiando con el coronavirus sigue dicho modelo nacionalista soberano que no veo capaz de perpetuarse. Temo que se prolongue el plazo de vacilación entre ese modelo y el retorno al curso natural de las cosas o la lógica del “aquí no pasa nada” debido a la carencia de visiones más claras de alternativas viables.

La potencial parálisis que se derivaría de eso es más peligrosa que la situación en que nos encontramos actualmente. Dicho peligro será más visible según nos vayamos acercando al final de la crisis del coronavirus y nos encontremos frente al vacío. La hora de la verdad está cerca y puede que no haya nada después de ella salvo el vacío, que es bueno solo para los señores que gobiernan sociedades sin rumbo.

P: En crisis precedentes, han sido Estados Unidos y los países europeos los que han liderado la respuesta. Ahora los árabes, pero también los europeos han pedido ayuda a China ¿estamos ante el inicio de un nuevo orden geoestratégico?

R: Más bien pienso que muchos, en el entorno árabe y en Occidente, pero también en la propia China, tienden hacia un modelo chino de soberanía sin política y de desarrollo económico sin derechos sociales, porque no tienen otro. Pero eso es peligroso. (...) Se parece al capitalismo del siglo XIX en Gran Bretaña tal como lo definió Marx en El Capital. Comparto con muchos la visión de un mundo sin privilegios para Occidente, pero no de un mundo que aumente el desarrollo capitalista de manos de un único patrón que sea el Estado.

P: La necesidad de controlar la pandemia ha facilitado la aplicación de nuevas tecnologías que permiten un mayor control social de los ciudadanos. ¿están en peligro la democracia y los derechos individuales?

R: Claro. Si tenemos en cuenta que los sistemas de control y vigilancia en los aeropuertos impuestos tras el 11 de septiembre de 2001 siguen vigentes, aunque parecían excepcionales en su momento, los efectos que puedan tener las tecnologías del control sobre la pandemia del coronavirus podrán prolongarse. La gente tiende a obedecer a los gobiernos en situaciones de peligro y las sociedades temerosas y cerradas en sí mismas son más fáciles de gobernar. ¿Por qué no iban a inventar los gobiernos peligros cuando ellos mismos han sido a lo largo de la historia el mayor peligro para la libertad humana, cuando no se les resiste de forma consciente?

(...) Tal vez, el actual distanciamiento social se convierta en el modelo a seguir en las relaciones en las sociedades. (...) (y su) consolidación (...) será dañina para el concepto de ciudadanía y el de democracia, pero facilitará el gobierno a quienes estén mejor posicionados cuando el miedo se expanda.

P: La lucha contra el coronavirus ha supuesto una reducción importante de los recursos económicos y humanos destinados a la ayuda internacional ¿cómo afecta esto a la crisis de los refugiados?

R: Ya desde antes los recursos destinados a los refugiados no eran algo relevante y cualquier aumento de los fondos asignados para ello se canalizaba a través del régimen, sin que nada llegara a los verdaderos damnificados. La idea de las ayudas, en su origen, tiene por objeto tratar los efectos de las guerras de las oligarquías y evitar que se derrumbe el sistema internacional, pero en ningún caso son para que los damnificados (...) puedan mantenerse en pie y luchar por sus derechos. En los contextos de refugio en Turquía y Europa los sentimientos de xenofobia aumentan y se vierten especialmente sobre los refugiados.

A día de hoy, que yo sepa, no ha habido hechos que lamentar, pero los espacios compartidos entre los que llegan y la población autóctona se hacen cada vez más estrechos, de una forma que excede a la media general de los espacios compartidos en mi opinión.

(...) Los refugiados en su mayoría se encuentran en el límite de la vulnerabilidad y la falta de derechos, y también del olvido, debido a que todo el mundo está hoy preocupado por su propia situación. El problema es que esta posición extrema puede acabar abarcando a los parados, los empobrecidos, los enfermos y los ancianos. Además, está el denominado refugio climático, de ritmo más lento, pero que no deja de enfrentarse radicalmente a los modelos de desarrollo y “el control de la naturaleza” actuales. Nada de esto es nuevo: todo precede a la crisis del coronavirus. De hecho, la crisis sanitaria mundial parece enmascarar con su fealdad un panorama ya de por sí muy desagradable.

P: ¿Qué elementos positivos se pueden extraer de la situación actual?

R: Como he dicho anteriormente, el momento más peligroso no es cuando la epidemia está en su punto álgido, sino cuando retroceda y llegue el momento de la relajación, que será cuando veremos que no tenemos nada que hacer salvo volver a lo anterior o responder a la llamada china a la que se elogia en todas partes, o bien combinar ambas. Lo que puede resultar positivo es el vínculo que establecen muchos entre el problema sanitario y el problema climático, y creo que existe un tercer problema que ha de relacionarse con los otros dos, que es el compuesto racismo-guerra contra el terrorismo, que ha llevado a la securización de la política y el despojo de la economía de su carácter político: ambos se complementan, en mi opinión, en el sentido de que lo que debe depender de la política – la seguridad – pasa a dominarla, y lo que debe ser político – la economía – deja de serlo. Después de trabajar por la inclusión de las clases más bajas en un momento en que la economía era política, se ha pasado a excluir a los migrantes y refugiados y a vigilarlos en un tiempo en el que la política se ha vuelto securitaria. Esto se acompaña de la expansión del racismo y el retorno de la tortura y la debilitación de la democracia en todas partes, ya sea mediante la expansión de las prácticas de censura, control y detención arbitraria, o mediante la degradación de la dimensión social de la democracia.

La vinculación de estos tres grandes problemas será la base para una imaginación política distinta y nuevos movimientos sociales y políticos que espero que empiecen a surgir desde ya. Cuando el coronavirus comience su retirada será el momento de un comienzo distinto. EFE

artículo completo en La Vanguardia

Yassin El Hajj Saleh ha publicado dos libros en nuestra editorial: su reflexión sobre la guerra en Siria, Siria, La revolución imposible y la recopilación de escritos de su mujer, desaparecida en dicha guerra a manos de un grupo yihadista, Diario del asedio a Duma, 2013 , ambos traducidos del árabe por Naomí Ramírez Díaz.